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sábado, 28 de enero de 2012

EL FUGITIVO

Nací en el país
donde el 99 por ciento de la población son niños,
y es por eso que, en la adolescencia,
en la pared de la realidad horedé un largo túnel,
para escaparme del vulgo tan infame,
y caminé sin tregua,
a través de alamedas de humo
decoradas con guirnaldas de oxígeno azulado.

Así desperdicié mi segunda adolescencia,
y aunque consagrado al Hijoputa y al hijo de la Viña,
tras morir en italiano,
y dedicar todo tipo de odas a Baco,
para no perder más tiempo humillado por barbies,
pasé una temporada en el peor país del mundo,
y en la caja monocromática donde vivia,
transformado por fin en un horrible monstruo,
lancé a un paralítico escaleras abajo,
con silla incluida,
y un tarado me encerró en el interior del Hijoputa.

Tambien descubrí patria griega entre sombras
y a Robinson, viaje al final del mundo,
y creé el concepto
de la barbacoa en el salón,
y más adelante, en un país remoto,
del cochinillo en salsa espesa de higo y vino dulce

Escapé del Hijoputa envenenado
a vagar durante siglos por el metro de Londres
inhalando nubes rosas por la nariz de un tuerto,
y siempre con la amargura de haber descubrido,
la mas rancia de todas las tradiciones británicas,
el único reloj que funciona con cerveza,
también conocido como "the Beerclock".

Pero como en todos los momentos de derrota,
en las leyendas de cualquier antigüedad que se precie,
tuve un sueño en el cual Homer Simpson
se comía un buey de Kobe entero él solito,
y ahí regresé de nuevo a mi adolescencia,
pese a los reproches del testarudo Oráculo,
y ya nunca más pude, por mucho que lo intentara,
comer otro tipo de carne de ternera.

Y me bañé en aguas termales de ramen sabor tonkotsu
tras rebozarme, maravilloso rolling,
en las montanas cubiertas de kakigori de Carpis,
y encontré la paz exterior entre escombros,
conviviendo con pordioseros, robots podridos.
y marujas kamikazes en bicicleta,
en el siglo XIX, muy cerca de Ishikiri,
donde las fábricas lanzan humo verde a la atmósfera,
y tras las nubes bajas oculta el rocío,
como naves nodrizas de V,
gigantescos pinchos de pollo Kikukawa.

Por eso prometedme que no volveré nunca
a visitar vuestros páramos intelectuales,
excepto disfrazado de salvaje occidental
aprovechándome del euro a punto de caramelo
y agradeciendo por fin a las barbies y a los locos
los servicios prestados,
o cuando el enorme Buda de Nara,
indignado, igual que un Godzilla clásico,
para chafar como un pringoso huevo
las bases militares yanquis de Okinawa.

domingo, 28 de agosto de 2011

CUENTOS JAPONESES: EL SOPORÍFERO SOPOR DE LA SOPA

Elvar Ata en el metro de Pekín. Un hombre occidental se acaba de sentar enfrente y dos asientos a su derecha. Tiene el pelo amarillo y de punta, como Sting en Dune, y el rostro extremadamente pálido y mortecino, con barba de dos días y unos exiguos pedazos de carne bajo los cuales casi se le transparentan los huesos de la cara. El hombre mira directamente hacia Elvar sin pudor alguno, con una extraña sonrisa que le hace parecer un perturbado, y cada tantos segundos le dedica una mueca diferente.

Elvar duda en principio que los gestos vayan dirigidos a él, pero cuando se hace evidente que no hay ningún otro destinatario entre los viajeros chinos que se encuentran en el vagón, comienza a su vez a devolverle al hombre las muecas. Así comienza un intercambio ridículo que se prolonga durante varios minutos, hasta que Elvar se cansa y pregunta directamente al hombre de qué va.

-Soy Dios- responde el hombre con una gran sonrisa de autosatisfacción. Tiene los ojos perdidos, como si se encontrara en otra dimensión o como si en el pasado hubiera consumido prolongadamente grandes cantidades de drogas psicodélicas. -Soy Dios -insiste, ante el silencio de Elvar. Y luego le ordena:

-Pregúntame si tengo alguna manera de probarlo.

Elvar Ata, cuya expresión muestra una creciente curiosidad, obedece sin pensarlo, movido por la incredulidad, pero también por cierta fascinación hacia tan extraño personaje:

-¿Tienes alguna manera de probarlo?- le pregunta.

-Por supuesto -contesta Sting convencido, y luego añade-: pregúntame cómo, por favor.

-¿Cómo puedes probarlo?

-Puedo desaparecer a voluntad.

En ese instante, el cuerpo de Sting desaparece por completo de repente, para varios segundos después aparecer, sin más, sentado junto a Elvar.

-Ciertamente asombroso.

-Gracias. En realidad no soy Dios todavía, pero lo voy a ser pronto. Pregúntame por favor cómo voy a conseguirlo.

-¿Cómo vas a conseguirlo?

-Me he hecho con 4 de los 5 amuletos templarios que coinciden la divinidad a su portador.

El tren ha llegado ya a la estación de Guomao, en la que Elvar debe hacer transbordo. Nuestro protagonista se levanta y hace ademán de disculparse y despedirse. Pero el otro hombre se levanta también y abandona el vagón a su lado. No tiene ninguna prisa y necesita a toda costa hablarle. Sentados juntos en el siguiente tren, Sting ha sacado de su cartera ciertos objetos extraños:

-El zafiro rojo de Anubis -explica-, que concede la invisibilidad.

-El zafiro rojo de Anubis. -contesta Elvar, como si quisiera aparentar estar poco impresionado

-Y estos son el rubí mágico de las tinieblas, que permite volar, y el lapislázuli amarillo cósmico, que cura cualquier enfermedad. Pregúntame qué más hay.

-¿Y qué más hay?

-Finalmente, la esmeralda trapezoidal de jade, que otorga a su poseedor la capacidad de manipular a cualquier persona que se encuentre a la vista. ¿Ves a esa china de ahí?


-Sí, la veo.

-Voy a obligarla a que se siente a tu lado.

En ese momento, la china a la que Sting se ha referido, sentada en el extremo contrario del vagón, se levanta en silencio y se sienta junto a ellos. Elvar y Sting intercambian gestos de aprobación.

-Ciertamente asombroso.

-Ahora -ordena de nuevo Sting- pregúntame al respecto de la última piedra.


-¿Cuál es la última piedra?-, inquiere Elvar. A partir de estos momentos, el discurso de Sting irá adquiriendo u tono solemne y misterioso:

-La tienen los comunistas chinos. Y la utilizan para manipular a todo el mundo. Por eso les va tan bien últimamente. Pregúntame también por favor cuál es la historia de la piedra.

-Explícame por favor la historia de la piedra.

-De inmediato procedo a relatártela:

"Esa piedra se perdió en las cruzadas cuando un grupo de custodios fue asaltado por sorpresa en Tierra Santa. La reliquia llegó a Damasco, donde estuvo varios siglos, hasta que desapareció después de cierto incendio que asoló la ciudad. En el siglo XVII unos jesuitas fueron asesinados salvajemente en Pekin después de haber pasado varias semanas en compañía del emperador, presuntamente intentando evangelizarle. La reliquia debía de haber llegado de alguna manera a manos de la familia imperial a través de la Ruta de la Seda..."


-Si la tuvo el emperador, quiere decir que ahora estará en las dependencias subterráneas secretas de la Ciudad Prohíbida, custodiada por la cúpula del Partido Comunista. ¿No es así?


-Eso es precisamente lo que yo creo. En la biblioteca imperial, que se encuentra en tales dependencias secretas, hay un manuscrito que escribieron los jesuitas que intentaron recuperar la piedra en el siglo XVII. El manuscrito explica todo sobre la naturaleza de la piedra y cómo obtenerla. El problema es que la biblioteca es un laberinto en el que es casi imposible orientarse; todo está escrito en varios idiomas, incluído el latín, el español medieval, el portugués antiguo, el chino antiguo y el japonés arcaico. Yo me he introducido varias veces en el palacio haciéndome invisible, pero no he conseguido pista alguna sobre el libro...

( ... )

Han pasado varias horas desde su primer encuentro en el metro, y Elvar ha olvidado ya cualquier otra cita o compromiso que pudiera haber tenido para esa tarde. Ahora Elvar y Sting están caminando por una de las callejuelas que conducen a Tianamen y a la Ciudad Prohibida. Es una típica tarde de verano en Pekín, cuyo húmedo aire parece haberse convertido en una asquerosa sopa de excrementos radioactivos. La sopa es de un marrón pútrido claro, y el ajetreo de cachibaches extraños por las callejuelas de la parte antigua, continuamente exhalando la pésima calidad de su humo, contribuye a prolongar la sensación de sopor insoportable de la sopa. Dos chalados han cruzado la calzada sin mirar cargando un andamio metálico de tres pisos con sus propias manos.

-Las cinco piedras tienen gran poder por separado -continúa explicando Sting-, pero juntas su poder se multiplica infinitamente hasta convertir automáticamente en un dios a su poseedor...


- En resumen -interrumpe Elvar-: pretendes que me haga invisible y me introduzca en la biblioteca imperial, en las dependencias secretas de la Ciudad Prohibida, para poder leer el manuscrito que ayuda a identificar la piedra y el lugar donde se encuentran.

-En cuanto asistí a tu conferencia sobre español medieval en el Palacio de Congresos me di cuenta de que eras mi hombre. Por tu gran conocimiento del español medieval y de los libros antiguos. Porque te escuche hablar fluidamente en japonés y luego te vi leer panfletos en chino durante tu estancia en Pekín. Porque probablemente no haya otra persona en el mundo capaz de hacer este trabajo...


La conversación se prolonga volviendo una y otra vez a los mismos puntos, igual que el periplo de los dos hombres les lleva una varias veces a cruzar la misma esquina o esquinas parecidas. La extraña historia de los jesuitas y el extraño cambio de actitud hacia ellos del emperador, que con tanta amabilidad les había acogido en un principio. El poder infinito de las piedras. Las consecuencias terribles de caer lo amuletos en las manos equivocadas...

Aunque los pekineses no pueden entenderles, y por lo tanto no se alteran ni un apice ante la presencia de estos dos extranjeros imbuídos en tan fantástica aventura, un hombre viene siguiéndoles desde el principio a cierta distancia. Ataviado con gabardina y traje oscuro, les contempla fríamente desde detrás de sus gafas de sol y de su periódico. Una figura inquietante como un agente de la KGB, o de la CIA, o quizás un matón a sueldo de unos mafiosos de Chicago. Se trata del clásico espía de las películas americanas de los años 30: el hombre del sombrero.

(...)

Por fin, delante de la Ciudad Prohibida. Anochecer. Elvar ha recibido de Sting una de las piedras. Los dos hombres se saludan por última vez. Sting promete a Elvar los placeres de la vida eterna si consigue el preciado bien que durante tanto tiempo había estado buscando. Elvar se hace invisible y a continuación se introduce en las dependencias secretas y maravillosas de la misteriosa ciudad.

(...)

Ya. Han pasado varias horas desde que Elvar se hizo invisible y se introdujo en el lugar que por tantos siglos estuviera prohibido para la mayoría de los mortales. Sting no ha parado de fumar en todo ese tiempo, mirando continuamente al reloj y esperando la maldita llamada. Por fin, cuando la noche esta a punto de empezar lentamente a ajarse, suena el teléfono.

-Se dirige hacia allí con la piedra -le dice al fin a Sting el hombre del sombrero-. En cuanto lo veas, utilizas el amuleto para doblegar su voluntad, le arrebatas las dos piedras restantes y acabas con él de un disparo o utilizando el poder de las piedras.

(...)

Suena el timbre. Sting saca de su escritorio una pistola y se la mete en el bolsillo, mientras que con la otra mano aprieta fuertemente las poderosas piedras. Abre la puerta de su despacho, convencido de poder asesinar fácilmente a su presa, pero se sorprende al ver que no hay nadie en el rellano.

Es demasiado tarde cuando al fin su mente comprende la sencilla trampa a la que ha sido sometido. Elvar, que estaba escondido en el hueco de la escalera ha salido preso de su escondrijo y de un certero golpe en la cabeza le ha hecho perder el conocimiento y luego le ha registrado los bolsillos para quitarle las piedras. Porcelana china falsa.

(...)

Ahora los dos hombres están frente a frente en el despacho, y mientras Sting lamenta su estúpida caída, Elvar es el que obliga a hacer las preguntas:

-El diamante negro -dice-. En el tesoro secreto del emperador. La localización era demasiado evidente, por eso se te pasó. Incluso sin leer el manuscrito podías haberla conseguido.

-Se nos pasó a todos.

-En realidad, veníamos siguiéndote hace años -le explica ahora Elvar su derrotado contrincante-. No podíamos permitir que te hicieras con tales objetos poderosos. Sabíamos que tus ojetivos eran puramente científicos en principio, pero al no poder conseguir tu mismo la última piedra, vendiste tu alma al Diablo para conseguirla.

-Sólo pretendía usar a los americanos para que me ayudaran con la información y la tecnología. Después tenía previsto abandonarles.

-Quizás, pero nosotros sabíamos que los americanos tenían la intención de matarte a ti y arrebatarte las piedras. Y no podíamos permitir que asesinos tan sanguinarios se hicieran con objetos tan poderosos. Si los americanos reunieran todos los amuletos, el poder de destrucción del capitalismo se extendería sin resistencia por todo el mundo, y todos las naciones e individuos del planeta se convertirían en esclavos suyos.

-Estás con los comunistas chinos, ¿verdad?

-Estoy con los comunistas, pero con los chinos. Pero ahora eso ya no importa...

Elvar ha mirado al techo durante un instante, como soñando. Sabe de su posición como vencedor absoluto en el juego y no quiere ensañarse ni un momento más con su contrincante. De repente, se le ha ocurrido una idea. Es el momento de despedirse.

-Preguntame para qué necesito las piedras.-ordena a Sting.

-¿Para qué la necesitas?

-La necesito para curar a cierta persona -ahora sus ojos expresan pena-. Una de las pocas personas realmente buenas que existen en el mundo y quizás el único político no corrupto que existe.

Sting hace gesto de entender aunque quizás no comparta la opinión. Elvar le contesta con una mueca, una mueca como las que Sting le había dirigido la mañana anterior en el vagón. Sting le devuelve la mueca, ante lo cual Elvar esboza una extraña sonrisa, y otra mueca, y otra, y a continuación desaparece.


Otros cuentos japoneses publicados en este blog.



 
















viernes, 25 de marzo de 2011

ESPAÑA Y JAPÓN


"Por otra parte, prefiero mil veces seguir viviendo en Japón con sus desastres nucleares que en España, país sin duda en vías de subdesarrollo, con su telebasura, sus políticos corruptos, sus ayudas a la banca, sus telediarios manipuladores, su prensa rosa, Canal 9 y sus mentiras, el Real Madrid, los ministros imbéciles, los parásitos de la Casa Real, el populacho analfabeto, las barbies estúpidas, los especuladores inmobiliarios, los sueldos de risa, los partidos ilegalizados, los banqueros forrándose y pidiendo "moderación salarial", los sinvergüenzas del PP y PSOE pegándose la gran vida a costa de recortar cada vez más derechos sociales, los socialistas que roban a los pobres para dárselo a los ricos, los parados manifestándose para que les quiten más derechos, los medios hablando bien de los genocidas de la OTAN (Merkel, Obama, ZP, etc.) e insultando e inventándose mentiras sobre los presidentes benévolos, los presos políticos, las torturas... Lo de Japón lo solucionaremos tarde o temprano, pero lo de España no creo que tenga remedio."

martes, 2 de noviembre de 2010

CUENTOS JAPONESES: 3050, RESCATE DE MÍ MISMO EN TOKIO

Año 3050. Gracias al desarrollo de la robótica, de la nanotecnología y de la biotecnología, Tokio se había convertido en la ciudad más grande que el hombre hubiera jamás levantado, con una población de cientos de millones de habitantes y con rascacielos de miles de pisos de altura que se podían ver incluso desde algunas partes de China.



Era una ciudad tan descomunal que a su lado cualquier fantasía de ciencia ficción del tipo Blade Runner o Star Wars hubiera parecido una mera distracción de niños sin imaginación como los nacidos en la década de los setenta y de la de los ochenta del siglo XX. La aplicación de la técnica más moderna para mejorar la vida de los ciudadanos era tal que los edificios cambiaban de forma y orientación en función de las oscilaciones del día, para protegerse de las inclemencias metereológicas, para prevenir catástrofes, para mejorar la exposición a la luz, para aprovechar mejor los recursos naturales, etc.



El plano del metro, que en realidad no era plano sino tridimensional (y de hecho, si pedías un mapa en cualquiera de las estaciones, lo que recibías era una holografía), parecía más bien una especie de panal de colores, con cientos de líneas de trenes voladores ascendiendo y descendiendo en diagonal, a veces a decenas de kilómetros de altura, y con columnas verticales por las que ancensores con forma de bala recorrían en breves segundos la gran distancia que separaba las partes superiores y la tierra.



Pero no todo era moderno en esta urbe. Y por supuesto había tradiciones japonesas que no se habían perdido, cosa demostrada por la omnipresencia de los baños públicos. Pequeñas habitaciones acristaladas que parecían flotar entre los rascacielos y que contaban con bañeras comunales de madera que hacían recordar el ambiente del Japón de épocas inmemoriales. Eso sí, unos nanorobots te desnudaban antes de entrar y desinfectaban tu cuerpo sin que notaras nada más que la ligera sensación de frescor que se produce cuando uno se aplica en el cuello un desodorante o un perfume.



Además, para evitar la vergüenza de exponer la propia desnudez delante de extraños, a menudo por la noche, en el interior de esos recintos las partes nobles aparecían automáticamente censuradas como en las películas X japonesas. Y finalmente, unas barreras invisibles que rodeaban a las personas impedían que se produjeran asaltos sexuales, agresiones o rozamientos indeseados.



Yo tenía la suerte de vivir en esta urbe maravillosa en calidad de profesor particular de castellano, y después de cientos de años de experiencia me había convertido en uno de los más famosos de la ciudad. Y había trabajo de sobra, pues el español estaba de moda gracias al auge de Latinoamérica con sus gobiernos nacionalistas de izquierda y a que Estados Unidos se había convertido en República Bolivariana. De hecho, después del chino, la de Cervantes era la segunda lengua más hablada del mundo, y había desplazado al inglés como lengua franca de comercio internacional y como la lengua más estudiada.



Muchos japoneses, de todas maneras, quizás por puro romanticismo, seguían prefiriendo tener un profesor español que hispanoamericano, aunque España hubiera desapareciendo ya definativamente como país. Pues ya hacía años desde que la Monarquía Bananera se había roto por culpa de la bi-dinastía de los Cleptócratas y de la estupidez de los españoles en general, quedando la zona norte en poder del FMI y de Alemania y el sur siendo ocupado por hordas de islamistas radicales salvajes. El Levante, a su vez, había sido vendido a precio de saldo a una productora taiwanesa de películas de Serie B, que lo utilizaba para rodar sus films de terror de bajo presupuesto en los parques temáticos abandonados de la Comunidad Valenciana.



El caso es que en esa época, uno de los cocineros más reputados de Tokio acababa de anunciar en sus círculos íntimos que había conseguido la receta definitiva, el plato insuperable, el guiso más sublime de la historia. Al parecer, después de años de investigaciones, había conseguido realzar hasta el paroxismo el ya de por sí sublime cochinillo tradicional español asado en horno de leña añadiéndole una salsa dulce que contenía higos frescos de la región, vino tinto francés y vinagre de Módena.



Los afortunados que lo habían probado hablaban auténticas maravillas de este nuevo manjar, que sólo con un bocado te hacía sentir un cosquilleo en el estómago como el que se siente cuando uno está enamorado. La combinación de la espesa y dulce salsa de higos con la jugosa y salada carne de cerdo de pocos meses alimentado sólo de leche de su madre producía un placer único superior a cualquier comida que hubiera existido anteriormente.



Para probar este cochinillo no había que ser especialmente rico, “sólo” tener la suerte de estar en el momento justo en el lugar adecuado. Pues no había un lugar fijo en el que se comercializara, sino que su inventor aparecía por la noche sin avisar, una vez a la semana, en un lugar diferente de Tokio, a veces un restaurante de renombre, otra vez un pub de barrio, o en ocasiones en auténticos antros de mala muerte de los suburbios más infames de la ciudad, y convencía a los responsables del establecimiento de que le dejaran preparar el plato en cuestión, que luego era repartido, casi siempre, a precio de costo o gratis, entre todos los comensales.



Se dice que los pocos afortunados que probaban el plato solían volver decenas de noches al mismo lugar para esperar a que el chef llegara de nuevo alguna vez a prepararles el mismo menú. Pero sus esperanzas eran siempre en vano, pues el chef tenía la costumbre de no cocinar nunca dos veces en el mismo sitio.



Yo tuve la suerte de ser invitado en una ocasión a degustar el preciado manjar. Pues uno de mis alumnos de castellano, un reputado hombre de negocios de Osaka, contaba entre sus amigos de la infancia al chef en cuestión. Y junto a dos amigos más, entre los que se encontraba el célebre personaje de ficción conocido como “El Último Samurai”, habían quedado para celebrar una comida privada en la que degustarían el alimento del que todo el mundo hablaba en un chalet de una vieja urbanización llena de pinadas que había en el centro de Tokio. Al parecer, tanto al chef como a mi alumno le hacían ilusión que un español acudiera a la cena y diera su opinión sobre esa innovadora forma de preparar el cochino.



En cuanto a“el Último Samurai”, se trataba de un título de carácter oficial otorgado por el gobierno nacional desde hace bastantes años, que elegía de entre una terna de candidatos al individuo japonés que más reflejara el espíritu de la pélicula de Tom Cruise, película, por otra parte, ya convertida en todo un clásico del cine plano. “El Último Samurai” de ese momento era un futbolista japonés, retirado hacía varios siglos, cuyo mérito era el de haber marcado un gol espectacular en un Mundial de Fútbol.



Todo presagiaba una experiencia sublime, pero esa noche cometí el error más lamentable de mi vida. Resulta que primero estuvimos tomando vinos en el chalet, mi alumno, “el Último Samurai”, sus amigos, el chef,  yo, mientras degustábamos algunas tapas que el chef iba improvisando. Como era una reunión informal, todo transcurría con cierta libertad y espontaneidad, cosa que hizo que la preparación del plato principal se prolongara más de lo previsto. Tal retraso no me hubiera molestado en condiciones normales, pero el caso es que yo tenía una clase privada ese día y tenía que comer rápido y desplazarme en seguida hasta el otro extremo de Tokio.



De todas maneras que, aunque un poco justo, el cochinillo acabó saliendo justo a tiempo, y contaba con casi quince minutos para zampármelo. Así que era cuestión de deglutirlo rápido, disculparme y salir pitando y así llegaría a tiempo para dar la clase sin perderme el manjar. El problema es que el chef, como tantos de los genios de entre los que hay en este mundo, era un tipo tremendamente despistado. Y justo al colocar la fuente con el apetitoso alimento se percató de que se había olvidado los platos en Osaka y tenía que ir a por ellos. Aunque la distancia entre Osaka y Tokyo era de unos pocos segundos desde que se había inaugurado el nuevo tren misil que enlazaba las principales ciudades de Japón casi como por arte de magia, había que considerar que el chef tardaría varios minutos en subir a su casa, reunir los platos y volver a la estación.



No me daba tiempo. ¿Qué podía hacer? Debía renunciar al guiso más espectacular del mundo, que probablemente no volvería a tener la ocasión de probar nunca, o llegar tarde a clase. Ahora que lo tenía humeando casi delante, y después de haber fantaseado tanto tiempo con ese momento, renunciar al cochinillo parecía una tarea harto difícil. Pero fallar a mi alumno también me resultaba doloroso. Desde hacía años me había generado una gran reputación como profesor privado, y no sólo era uno de los mejores sino también uno de los más serios y puntuales, no habiendo cancelado una clase en años.



En ese momento de gran duda intelectual, quizás bajo la influencia del vino, tomé precipitadamente una decisión que algunos calificarán cuanto menos de absurda, y que para mí fue sin duda fue la peor de mi vida.



Decidí que tomaría el cochinillo sin esperar a la vuelta del chef. Y, pese a que mi japonés era perfecto después de cientos de años viviendo en Japón, expliqué al Último Samurai, torpemente y de manera casi incomprensible, que no podía esperar, y que debía ingerir inmediatamente el cochinillo, aunque no sé si me entendió o no. Seguidamente, cogí su sombrero y lo forré utilizando un rollo de papel film que el chef había dejado sobre la mesa, mientras ofrecía (al Último Samurai) mis mejores reverencias con sincera humildad. En un principio, el hombre me miró con cierta sorpresa, pero pronto regresó a la animada conversación de borracho que mantenía con mi alumno sin hacerme caso. Yo interpreté su falta de interés como un gesto de aprobación hacia lo que pensaba hacer.



Así que me serví una ración del cochinillo maravilloso en el sombrero del Último Samurai que previamente había recubierto cuidadosamente de papel film para no mancharlo. Y procedí a deglutirlo sin levantar los ojos, por miedo a hallar un gesto de desaprobación en los otros dos comensales.



Cuando llegó el chef, yo ya había dado cuenta de mi parte del festín. Y aunque había comprobado que se trataba de un bocado sublime, lo mejor que había comido hasta entonces con diferencia, lo había consumido de manera tan precipitada que no había experimentado ninguna de las sensaciones casi orgásmicas de las que se suponía que el manjar provocaba a quienes lo probaban. Pero lo que sí me heló hasta el fondo, cuando levanté la vista de la mesa tras haber terminado la cena, provocando en mi corazón un dolor físico como si hubiera sido atravesado por una katana, fue la mueca de asco e incredulidad con la que me estaba miraban las tres personas presentes en esa habitación.



Supe que había incurrido en un terrible deshonor. Si el Samurai no se había inmutado al verme coger su sombrero, era porque estaba en mitad de una animada conversación, porque se encontraba alegremente borracho y también porque pensaría que mi gesto era una simple broma poco inspirada y que no me disponía a provocarle ninguna afrenta. Al fin y al cabo ¿a qué mente enferma se le podía haber ocurrido realizar un acto así, y más en presencia de gente de tan alta condición social? Y más grave todavía ¿Cómo podía haber llegado a considerar por un solo instante la idea de que el Último Samurai me iba a permitir usar su sombrero como plato?



Avergonzado, abandoné el chalet sin poder sino balbucear una excusa estúpida. Entonces, comenzó para mí un periodo de gran decadencia vital.



No me apetecía hacer nada, así que rimero suspendí las clases de aquella semana, luego las de todo el mes y finalmente perdí todo interés por mi propia vida. Estaba triste, cada vez más triste y no veía forma de salir de aquella situación.



Desde entonces, me dediqué exclusivamente a recorrer los antros de la noche tokiota, visitando noche tras noche antros de la peor índole en una espiral de decadencia que me llevó a degradarme hasta el punto de que en una ocasión, extremadamente borracho, llegué a agredir físicamente a mis propios amigos. Fue ese momento cuando me dí cuenta de cuán bajo había caído. Pero aunque decidí que mi vida debía cambiar desde ese entonces, espiritualmente me encontraba desolado y no tenía ni la más ligera idea de cómo hacerlo.



Durante largos atardeceres brumosos paseé por el duro invierno de Tokio. Visité todos sus lugares emblemáticos, como el mar artificial, de varios kilómetros de anchura y profundidad, junto a la orilla del cual está situado el misterioso Palacio Imperial.



Cerca del palacio, en paralelo al mar, existe una avenida que me sobrecogió. Una avenida con farolas elegantísimas y hermosas fuentes y estatuas de estilo barroco cuyo final (el de la avenida) se mezcla y confunde misteriosa y elegantemente con la propia superficie del océano. Por esa avenida circulan constantemente enormes lanchas motoras con ruedas de marca Rolls Royce con carrocería de oro o de plata. Tales lanchas emiten al circular un estruendo sórdido y macabro, un estruendo tan profundamente triste que parece haber sido diseñado para sumir en la más absoluta desesperación a quienes lo escuchan, para que así todo el mundo se aleje, evitando posibles accidentes y demostrando quién es el rey de la carretera.



Me alejé apesalumbrado de allí hacia al famoso templo de los Mil Budas de Oro, que se encuentra a su vez dentro de la puerta homónima que a su vez está dentro del templo que está dentro de la puerta de los Mil Budas de Oro. Se llegaba al lugar por una avenida sin asfaltar que atravesaba una pinada. Aunque la puerta en sí, hecha de madera de cedro japonés, era realmente preciosa, el misterio consistía en un mero truco de espejos que ni remotamente consiguió curar mi alma.



No había otro camino en mi vida que renunciar a ella, y por encima de todo anhelaba olvidar toda mi existencia. Pero el alcohol y las drogas sólo conseguirían el efecto contrario, hacerla más viva, más evidente y luego deformarla, presentándola de una manera aún más brutal. Así que una vez más, sin plan alguno, deambulé.



Caminé durante horas en línea recta, luego durante días, como intentando llegar al final de la urbe monstruosa que no se acaba nunca, como intentando salir de mí mismo. Pero al terminar la ciudad, se entraba inmediatamente en otra ciudad, y luego había otra. Parecía que no había manera de salir de Tokio. Así que seguí y seguí.



Al final llegué a un parque cuya superficie estaba ocupada por los cuerpos de cientos de vagabundos borrachos, enfermos o muertos apilados los unos sobre los otros. Esa imágen me provocó naúseas, y el olor era además extremadamente penetrante y fétido. Pero aún así intenté ayudarles, con tampoca suerte que acabé cayendo yo mismo y pasando a formar parte de la pila de pordioseros. Supe que por fin iba a olvidar pronto, mi destino no era ya otro que el de descomponerme allí.



En ese momento, me acordé del cuento de Borges titulado “El Inmortal”, cuento en el que el protagonista pasaba por una situación similar a aquella en la que me encontraba en ese momento. Eso me hizo pensar a su vez en el Hotel Lete, balneario que proporcionaba el olvido total a sus huéspedes.



Había visto el anuncio en el periódico. Al parecer, años atrás, los japoneses habían desarrollado la tecnología que permitía atrapar elementos de la mitología antigua y transladarlas a la vida real. Así que habían empezado a coger leyendas japonesas tradicionales, e incluso algunas griegas, egipcias, celtas, etc., y habían llenado con ellas no sólo museos, sino también infinidad de parques de atracciones, hoteles y pachinkos a lo largo de todo Japón. Entre esas leyendas y mitos se encontraba el río Leteo, cuyas aguas provocaban el olvido, situado, según la mitología griega, dentro del Hades.



Entonces sí había un lugar que pudiera hacerme olvidar mi propia condición mezquina. El mismo Lete. Así que debía encontrarlo. Con esa idea onseguí juntar las fuerzas necesarias para levantarme y emprender la busqueda del hotel.



Al investigar en internet me enteré de que éste se encontraba muy cerca del chalet donde yo había cometido la gran tontería. Sólo había que seguir la mal asfaltada calle en la que el chalé se encontraba hasta que tal calle se terminaba y se convertía en un mero sendero que se adentraba en la pinada. Unos accesos extraños, teniendo en cuenta que se trataba de un hotel de máxima teconología en Tokio del año 3050. Al final encontré el hotel, que desde fuera constaba únicamente de una puerta automática excavada en pleno monte entre la densa fronda.



Ingresé en el edifició hasta acceder al vestíbulo. Un vestíbulo de diseño moderno y con techos bajos, que en nada se distinguía del de cualquier otro hotel moderno excepto en la ausencia total de huéspedes o personal de servicio. Al final del vestíbulo había una especie de recepción no atendida por recepcionista alguno, y si se miraba a mano derecha se llegaba a un punto en donde el techo se acababa justo en donde una pequeña cascada regaba un profundo estanque de limpias aguas. Sobre el estanque, a unos tres metros de altura, estaba la terraza del primer piso del hotel, y desde ésta surgía un puente de madera que conectaba la propia terraza con el techo voladizo del vestíbulo. En un cartel escrito a mano, en japonés traducido a un inglés pésimo, se leía. “No utilizar el puente. Si una persona se sube a él, se rompe y la persona cae al estanque”.



Mientras me preguntaba qué objetivo tendría tan extraña muestra de arquitectura retorcida, vi que detrás de la cascada había una puerta, así que me dirigí hacia ese lugar. La puerta, que estaba abierta, conducía a una sala de exposiciones donde se encontraban miles de libros holográficos que presuntamente explicaban el funcionamiento y el sentido del hotel. Pero ningún libro estaba escrito en lengua que yo conociera. Había libros escritos en japonés, pero se trataba del japonés lleno de carácteres arcaicos y vocabulario casi críptico típico de los antiguos templos budistas. Había también libros en español escritos a mano por niños pequeños, otros no tenían sentido porque habían sido generados aleatoriamente a máquina siguiendo al pie de la letra normas gramaticales. También había libros que utilizaban el idioma tal como sería dentro de miles de años. Lo mismo pasaba con el inglés y con los otros idiomas, se trataba de dialectos raros o de variedades retorcidas imposibles de entender.



Toda religión se reduce al enigma –pensé- Y ello en Japón es más cierto que en ningún otro país-. El letrero junto al puente era en realidad una invitación a caminar por él escrita en estilo zen, o con la típica sutileza o hipocresía japonesa, o como se le quiera llamar.



Subí al primer piso por unas escaleras que se encontraban junto al estanque, y a continuación puse el pie en el puente de madera, que efectivamente, se rompió cuando apenas había dado unos pasos.



Entonces es cuando caí al agua, e inmediatamente lo olvidé todo y recordé instantáneamente el motivo que me había traído ha Japón hacía cientos de años.



Todo esta historia la leí un domingo en el que visité con mi mujer una exposición de libros holográficos en el Hotel del Leteo, en el único libro en castellano legible que hallé entre los cientos de miles que conformaban la exposición.

jueves, 10 de junio de 2010

CUENTOS JAPONESES: LA LIBERALIZACIÓN DE LAS STRONGS

El Primer Ministro Hatoyama se vio obligado a tomar una de las decisiones más difíciles de toda su etapa al frente del gobierno. Una decisión complicada, y que sin duda muchos sectores de la sociedad no entenderían, pero que era absolutamente necesaria para garantizar el futuro del país y para restablecer la confianza de los mercados. Una ley que todos los gabinetes anteriores sabían que debían sacar adelante lo antes posible, por el bien de todos, pero que al final, por falta de visión estratégica, o por miedo a la reacción del electorado, nadie se había atrevido a proponer al parlamento. Esa tardanza en aplicar una medida tan importante había  provocado que las situación de las finzanzas públicas se hubiera seguido deteriorando con los años, haciendo que el público estuviera más y más descontento con su clase poítica y que para cada nuevo gobierno fuera todavía más difícil hacer tan necesaria reforma.


Una resolución impopular para algunos y polémica para casi todos, pero absolutamente imprescindible para el conjunto de la sociedad. Se trataba de liminar el límite máximo de grados que podían alcanzar las cervezas comercializadas en todo el territorio nacional. La liberalización de las strongs. El límite estaba por el momento en 8, cantidad que ya los expertos la consideraban muy alta para tratarse de cerveza, pues con esa graduación uno se emborrachaba ya bastante con sólo un par de latas. Pero ya era hora, por el bien de la libertad de empresa, de eliminar esa absurda ley y permitir cervezas de tan fuertes como el consumidor pudiera libremente aceptar. De hecho en otros países del mundo existían cervezas de 10, e incluso una de 24 grados. Pero en Japón, se mantenían de espaldas a la modernidad con la típica Strong 8 que se vendía en todas las tiendas de conveniencia desde hacía décadas. No era suficiente para un país ambicioso y con orgullo como Japón.


A los pocos meses de ser promulgada la nueva ley, Asahi, el fabricante más popular del país, lanzó al mercado una Strong 9, y su gran rival, Kirin, pronto le contestó con una strong 10. De ahí se pasó a la strong 13, 19 y a la mítica 29, que ya era una barbaridad y hacía que te emborracharas con una sola lata. Pero el público se había ido acostumbrando y demandaba productos mucho más fuertes, así que se seguió subiendo hasta llegar a aberracíones como la strong 50, la 69, la 88 y finalmente la strong 100, que te tajaba de un trago.


Gracias a las nuevas strongs radicales, la vida de los japoneses cambió grandemente, lo cual permitió al gobierno sacar adelante sus nuevas políticas. Ahora todo el mundo era feliz porque estaba siempre borracho o de resaca. Los asalariados salían del trabajo, y se metían al bar para tajarse bebiéndose su única Strong diaria. Los que no tenían trabajo simplemente se pasaban doblados desde la mañana hasta la noche. Las amas de casa, justo antes de dormir, entraban en un estado de dicha artificial comparable a los tiempos en los que se habían sentido queridas por sus esposos,  que ahora se mantenían en situación de permanente mal humor por culpa del trabajo, el pachinko o el béisbol. Los pordioseros, a su vez, en los parques dormían como lirones y se sentían como si estuvieran durmiendo en un palacio. Era un chollo para todo el mundo. Por los mismos 140 yenes (un poco más de un euro), que costaba la antigua strong 8 o las cervezas normales del pasado, pillabas una taja entera cercana al coma etílico, ahorrandote un tiempo y un dinero que eran vitales en las duras junglas de asfalto que eran las ciudades japonesas.


De manera que pronto se llegó a un punto en el que la gente era absolutamente deliz y no se preocupaba en absoluto de la vida política del país, ocupados como estaban esperando a la siguiente taja que les curara la resaca de la taja anterior. Y el gobierno pudo llevar por fin a cabo sus ambicioso programa de reformas económicas y recortes para restaurar la confianza de los mercados, y sin ninguna oposición ciudadana se implantó el despido a cambio de una caja de alcachofas, la jornada laboral de 65 horas diarias, el contrato de un minuto y quince segundos y la jubilación a los 95 tacos.


Cualquier atisbo de movimiento contestatario ciudadano que hubiera existido en el ya de por sí conservador y socialmente taimado archipiélago de ojos rasgados desapareció totalmente gracias a las nuevas chelas que provocaban mucha más satisfacción, a mucho menor precio, que el mejor sistema de bienestar social escandinavo. Aunque las reformas del gobierno seguían castigando atrozmente a las clases medias y trabajadoras, y privándolas de todas las conquistas sociales de los últimos 100 años para beneficio de una pequeña élite de banqueros y de multimillonarios, la gente parecía estar por fin satisfecha y nadie se quejaba de nada, una situación que recordaba a la de la España de Zapatero, justo antes de que el barco se hundiera definitivamente y España fuera vendida a pedacitos a una multinacional taiwanesa. Igual que en España, se dijo que la reforma ayudaría a generar empleo, pero lo único que consiguió es hundir más la economía del país, pues la reducción del gasto público sólo hizo que se perdieran puestos de trabajo y que disminuyera la recaudación del Estado. 

En esa coyuntura, "los mercados" empezaron a presionar al resto de los países para que siguieran el ejemplo japonés de elevar la graduación de la strong que se vendían en cada uno de ellos. En cualquier país donde hubiera leyes que limitaran el número de grados de la cerveza, empezaban a acosar al gobierno, acusándole de populista, cercano a Eta y a Hugo Chávez, antiamericano y en contra de la libre empresa, de la democracia, de la Constitución, de la libertad y de los acuerdos de Maastrich. Un país donde la gente no bebiera por lo menos strong 30 era considerado poco competitivo, de escaso atractivo para los inversores. Se arriesgaba por tanto a que los capitales se fugaran a lugares donde las rentas generaran beneficios más altos, paises "más abiertos a la inversión". Y así es como los gobiernos fueron cayendo poco a poco y los capitalistas volvieron a adueñarse del mundo que se les había estando escapando en los últimos años por culpa de Hezbolláh, Lula, Chávez, Evo Morales, los chinos, Putin, Corea del Norte, las Farc, Hamás, el blog del Chino Muerto y la guerrilla maonista del Nepal.


Hasta yo mismo estaba en esa época totalmente idiotizado. Aunque anteriormente a las superstrongs ya me tajaba casi a diario, a partir de la nueva normativa cesaron de tener ningún contenido literario ni filosófico, y desaparecieron totalmente las largas discusiones políticas que solía mantener con mis compinches suelistas. Poco a poco deje de escribir hasta el blog del Chino Muerto, el único blog con varios Premios Pullitzer y que alquilaba pisos en el centro a un euro. Vivía sólo para curar lo más rápido pasible mi brutal resaca de cada mañana y transformarlo en una nueva taja de strong 200, la cerveza que te emborrachaba con una sola gota. Tajas irracionales y silenciosas, ábsolutamente robóticas, en las que apenas intercambiaba ni una sola palabra con mis compañeros de banco.


Una de esas mañanas apareció en el parque un nuevo pordiosero distinguido vestido con elegante traje de marca, el pelo perfectamente engominado y una forma de hablar refinada y culta que contrastaba con el sucio acento de Osaka de los mendigos que yo había conocido hasta entonces. El mendigo elegante se sentó a mi lado y me dijo que se llamaba Hatoyama. Era el mismo nombre que el Primer Ministro que había aprobado la ley que permitía strongs ilimitadas. Pero yo ya no me acordaba del nombre ni del Primer Ministro Actual ni del mío propio. Por eso el hombre abrió su maletín y me mostro varios periódicos y revistas en los que aparecían fotos suyas, al pie de las cuales se decía que  el Primer Ministro Hatoyama expresó ayer en rueda de prensa su voluntad de esto o lo otro o Hatoyama hizo énfasis en la necesidad restablecer la confianza del electorado, e innumerables sentencias de ese tipo que los políticos repiten todos los días sin saber que significan.


Al darme cuenta de que se trataba de un personaje verdaderamente ilustre, le ofrecí una cerveza que tenía guardada para ocasiones especiales, ni más ni menos que una litrona de strong 250, la cerveza que te tajaba con solo olerla. Pero Hatoyama me la rechazó indignado, y pasó a contarme la historia de las strong y de como  había dimitido de sus funciones, preso del más doloroso remordimiento, tras firmar, presionado por el FMI y el Club Bilderberg, la ley para la liberalización de las strongs, que él mismo calificó de diabólica e inhumana. Estaba arrepentido del daño que había hecho a su país y quería que la población supiera la verdad. Es por ello que había venido al parque a pedirme ayuda, pues yo, en su época en el gobierno, había sido su más bravo opositor.

Parece ser que durante ese tiempo, yo había estando organizando a los pordioseros y lanzándolos contra el gobierno, y gracias a nuestra tenaz lucha les habíamos obligado que nos concedieran algunas reivindicaciones, como por ejemplo sanidad gratuíta para el parque (sanidad gratuíta de la que no gozaban el resto de japoneses), una biblioteca llena de periódicos viejos y también cajas gratuítas para dormir que nos traía todas las semanas en camión una asociación de caridad cercana al partido en el poder. No era mucho, pero considerando que la seguridad social en Japón es prácticamente nula, y que el gobierno en Japón tiene como única función relevante garantizar la seguridad de las bases americanas en Okinawa, eran grandes conquistas. Además, al fin y al cabo no eramos sino un pequeño grupo de mendigos que vivíamos en un parque de una ciudad dormitorio de Osaka.


Yo no me acordaba de todo eso. Pero Hatoyama me enseñó fotos en las que yo aparecía al frente de las manifestaciones. También me explicó que en esa época, dada la inexistencia en Japón de una izquierda fuerte, mi grupo de pordioseros y yo habíamos sido el colectivo contestatario que más le preocupaba al Poder, y que por eso habíamos estado continuamente en el punto de mira del gobierno. Y hasta tal punto nos habíamos convertido en una molestia que Hatoyama casi había convertido al Departamento de Estado yanqui para que nos incluyera en su lista de organizaciones que debían ser ilegalizadas porque no habían condenado el terrorismo, pese que yo ya había dicho en mil ocasiones en mi blog que el peor terrorista del mundo era el nuevo negrata que ocupaba la Casa Blanca. "Siempre metemos pacifistas en la lista, como por ejemplo Evo Morales o a Nelson Mandela. Por el contrario, a militaristas radicales como Henry Kissinger, el Dalai Lama u Obama les damos premios de la paz."


Vaya noticia. Así que yo había sido un gran revolucionario. Cómo me había podido hundir así, teniendo un pasado tan glorioso. Ya estaba bien de beber strongs de cien grados. Había que contarle a todo el mundo la verdad. Así que nos pusimos manos a la obra y comenzamos a preparar barricadas de strong para detener el tráfico y provocar un caos en la ciudad y así llamar la atención de la opinión pública. Trabajando codo a codo pasamos el fin de semana Hatoyama, los mendigos y yo, sin beber strong de más de 8 grados (ah, la vieja strong 8, con todo el sabor y sólo el doble de grados, pero el triple de calorías, qué gozada, ya no me acordaba); todo el fin de semana escribiendo panfletos, llamando a las radios. Hasta contactamos con Chávez vía Twitter, y el Presidente de verdad nos garantizó apoyó para nuestra empresa y nos prometió que hablaría con los otros líderes nacionalistas de su continente y otros camaradas del eje del mal para difundir nuestras ideas. Hatoyama habló también con un amigo suyo que controlaba un canal de televisión y que iba a concedernos varios espacios publicitarios. Varias radios locales también nos confirmaron su apoyo. El domingo por la noche habíamos terminado de preparar la campaña, que teníamos pensado poner en marcha a partir del lunes por la mañana. Sudorosos en la tórrida noche de Osaka, exhaustos por el esfuerzo realizado, nos miramos los unos a los otros satifeschos e ilusionados.


Es entonces cuando apareció. Un tipo vestido totalmente de negro, con una capa, andares lentos, respiración pesada y profunda, y un horrible casco negro metálico. Darth Vader. Todos los pordioseros le miran sorprendidos mientras se acerca lenta pero firmemente hacia nosotros. Pero Hatoyama ni se inmuta, parece acostumbrado. "Es del Fondo Monetario Internacional"-me dice-"Les gusta ir siempre por ahí con esa pinta, intimidando a la gente y dándoselas de malos".

El emisario del mal no se anda con rodeos. Díce que las fuerzas de paz de la ONU bombardearán y arrasarán nuestro parque al amanecer a no ser que abandonemos nuestro plan de divulgar al mundo la verdad de las superstrongs y de la implicación de las instituciones internacionales y de Estados Unidos en el asunto. Los pordioseros nos miramos unos a los otros. No hace falta ni siquiera hablar. Le digo, haciéndome el valiente. "No nos importa morir. La Muerte es como una taja más larga de lo normal, pero sin resaca." Miro a los otros pordioseros, orgulloso de que en un momento tan importante se me hubiera ocurrido una frase tan buena. A su vez, ellos me miran a mí con orgullo. "Además, Admajimehjad ha dicho que si nos atacáis militarmente borrará Israel del mapa. De hecho, están construyendo una goma de borrar gigante en unas instalaciones subterráneas secretas en el desierto."

Vader respira hondo y se vuelve hacia mí. Por un momento parece como si me fuera a atacar directamente. "Encontraremos también a vuestros familiares y les haremos sufrir uno por uno los más crueles sufrimientos " -amenaza-. "No tenemos familiares. " replico, con lógica insuperable. "Si los tuvieramos, no dormiríamos en un parque. Así que díle a Obama que vaya a Irán o a Venezuela a recoger el próximo Nobel de la Paz si tiene huevos "  Se oye una ovación en el parque. No sólo los pordioseros, sino también las viejas, y las parejas jóvenes con hijos me aclaman.

Gracias a mi resistencia numantina, parece que Vader se da por vencido. Pero cuando ya está a punto de marchar, se vuelve otra vez hacia mí, y como intentando congelarme con su respiración negra y gélida, se queda callado mirándome. Un silencio sienestro recorre todo el parque. Tensa espera. El miedo lo recorre todo. Finalmente, el Señor de la Oscuridad se dirige de nuevo a mí.

-Suministros gratuítos de por vida al parque de la nueva Strong 300.

Eso sí que son palabras mayores. La nueva Strong 300, la cerveza que te taja de solo entrar en el establecimiento donde se comercializa. Miro a los pordios. Están sudorosos y cansados. Parece que todo el mundo tiene sed.


Otros cuentos japoneses del Chino Muerto:

-El Cuento de los Kanjis.


-El Cuento de los 12.000 yenes


-La Experiencia Japonesa de James Douglas Paterson


-Hatsumode


-Aventuras del Profeta Azul en Japón (Segunda Parte)


-El Tercer Hombre (Plagio de la Película de Carol Reed)


-El Marido Perfecto

viernes, 21 de mayo de 2010

CUENTOS JAPONESES: EL MARIDO PERFECTO

Era uno de los días más felices en la vida de R. Kikukawa, el día con el que había estado soñando desde que era niña, el día de su boda. A partir de ese día compartiría su existencia con un marido perfecto, un hombre guapo, trabajador y amable que la cuidaría y la protegería durante el resto de su vida. Aunque en realidad se podía decir que lo había estado esperando durante toda su vida, esa tarde, la tarde definitiva en la que se consumaría definitivamente el matrimonio, había estado en casa realizando con toda devoción los preparativos para recibirle. Había limpiado el apartamento en profundidad y lo había adornado de la mejor manera que había podido imaginar, poniendo todo su empeño y su corazón en cada acto. Había ido a comprar la cerveza preferida de su futuro esposo, un póster de su equipo de béisbol favorito, una gran tarta. Desde entonces, y hasta el fin de sus días, haría cualquier cosa para conseguir la felicidad de su marido y la suya propia...



No le había costado poco esfuerzo conseguirlo. Había tenido que trabajar duro. Levantarse pronto cada mañana en el sucio invierno de Osaka. Ahorrar. Lo había comprado en la enorme tienda de electrodomésticos, robots y trastos para el hogar de Umeda. No era el mejor modelo de marido que había en venta, pero sí uno bastante caro, ya que, una vez había decidido gastarse el dinero en él, había que hacer las cosas bien y no quedarse con cualquier idiota. Aunque para las características que reunía, en comparación con los otros modelos a la venta, resultaba un auténtico chollo. Por el precio, por ejemplo, del modelo “el marido más guapo del mundo” (pero con la cabeza casi totalmente hueca), el que R. había elegido no era sólo bastante guapo sino inteligente y creativo, sensible y trabajador, limpio y educado, y además de los que ayudan a su esposa en las tareas domésticas. Ah, tras varios años trabajando, por fin había reunido el dinero suficiente para comprar el marido perfecto. Y además, por la compra de un artículo tan caro, recibía una gran cantidad de puntos que podía utilizar en la siguiente compra, con lo cual el microhondas, la lavadora el sillón masajista o la nevera le saldrían gratis. Iría con él a elegirlo. Un sábado por la mañana que no tuvieran pensado ir a ningún sitio o que lloviera irían al centro comercial de la mano y lo comprarían.



En realidad, nunca había estado a favor de este tipo de electrodomésticos o seres humanos, ni de que existiera la posibilidad de comprar por internet a la persona con la que vas a pasar el resto de tu vida. No es natural. El amor no se compra. Y además eran bien caros. Y sólo tienen dos años de garantía, así que, si con el tiempo se vuelve gordo, borracho, ludópata, un cerdo, etc. la empresa ya no responde y te lo tienes que comer con patatas. Pero una amiga había probado y sorpresivamente, le había funcionado a las mil maravillas. Al tipo le gustaba pasear por las montañas, sabía pintar, montar a caballo, disparar con arco, y ayudaba en las labores del hogar. Y ya le había dado un hijo y estaban esperando el segundo. Así que al final, harta de su soledad y del aburrimiento de la vida japonesa, había decidido probar ella misma y se había gastado casi todos sus ahorros. El que había comprado R. sabía preparar comida japonesa, pero con el tiempo se podía actualizar para que también preparara comida italiana, china, española, y francesa. Sin duda, valía la pena.



El tiempo de la entrega había llegado, y R. contemplaba una y otra vez el reloj con gran ansiedad. Había dado ya los últimos retoques al piso, le había planchado las camisas otra vez, mil veces había recolocado el florero en el centro de la mesa de la cocina y el vino francés que pensaba regalarle. Al fin, pasaban 20 minutos de la hora pevista de entrega cuando sonó el timbre. “Ya ha llegado “–se dijo R. Kikukawa-. Y su corazón tembló de emoción. Un hombre corpulento con el uniforme de Yodobashi Camera (la tienda de electrodomésticos) entró en la casa empujando una carretilla en la que a su vez había una gran caja. “¿Dónde se lo dejo?”-preguntó el hombre con desafecto. A continuación dejó la caja en el lugar adecuado, pidió a R. que le firmara un recibo y se retiró con una ligera reverencia.



R. abrió no perdió el tiempo en dirigirse a abrir el paquete, llena de alegría. Su corazón flotaba. Y en eso que al final, tras muchos esfuerzos, que acometió todo el entusiasmo y la emoción del mundo, abre el paquete y se ve un pordiosero gordo y feo con olor a vino barato, y además con pinta de extranjero. “¿Tú quién eres?”-le dice secamente-.Y el tipo, o porque no hablaba japonés o porque era tonto, no contesta. “Ya lo sabía yo, que estas cosas no funcionan. “-Y luego piensa un poco y acaba diciendo: ”Bueno, no es para tanto. Los de Yodobashi Camera se han equivocado y me han traído a un mendigo y encima el hombre ya se ha ido y no puedo reclamarle.””Pues nada, mañana me lo cambiarán por el modelo adecuado”. Y tras otros minutos reflexionando en silencio le dice al final al pordiosero-. ”Tu métete en la caja que te voy a devolver a la tienda para que me traigan el marido que he pedido. Y no te pongas triste, pues no es mi intención ofenderte. Simplemente es que no eres el producto que yo había solicitado.”



Los de la tienda no querían reconocer su error. Según sus registros, estaba todo en orden. El marido modelo “compact” con destrezas artísticas especiales y el kit de colaboración en las tareas del hogar había sido retirado del almacen y enviado a la dirección correcta. De todas formas, tras insistir, enviaron otro técnico a casa de R. “ Tiene razón, señora, en 30 años en el negocio jamás había visto algo así. Le pido disculpas en nombre de la empresa. Ya me llevo a este engendro y le traigo el bueno.



Total, que al día siguiente vuelve el gordo con otro paquete, y al abrir la caja, para sorpresa de todos, se ve la cara del mismo pordiosero. R. se le queda mirando con cara de odio y luego se empieza a quejar al empleado que se lo ha traído. Su boda arruinada. Otra vez el guiri que no habla japonés. Y que está gordo. “Devuélvame el dinero y lléveselo”-le dice al tipo. El hombre se va, y R. Kikukawa se queda en casa, sola otra vez y sin el marido de sus sueños. Ese día esta tan triste que ya no quiere hacer nada más. Su esperanzas están arruinadas. Se asoma al balcón, y contempla la caótica jungla de asfalto que es Osaka, sin edificios históricos, sin apenas parques. A partir de ahora su vida se reducirá de nuevo a esas largas jornadas laborales, levantándose todas las mañanas temprano para ir a su odioso trabajo. Viviendo en soledad el resto de su existencia, entre la masa anónima, sin nadie que la comprenda o la quiera, sin ningún motivo para seguir viviendo.


En esos momentos, en el parque de la esquina, el pordiosero español gordo está deprimido también. De tanta tristeza que se acumulaba en su corazón, no se le había ocurrido otra cosa que comprarse un pack de cervezas strong y bebérselas de un trago, cayendo fulminantemente en estado comatoso.



Poco después, unos pordioseros del parque le han visto y han corrido en su ayuda.Tras varios esfuerzos, han conseguido reanimarle. Ahora están todos juntos sentados en el mismo banco, bebiendo sake de cartón, pero mientras los otros mendigos se dedican a insultar a la administración Hatoyama, acusándola de todas sus desdichas, el suelista español les cuenta su triste historia de amor en un japonés muy bueno pero con pronunciación un poco extraña.



“Soy un pordioero español que vino a Japón atraído por la calidad de su sueling. Había oído que en Japón los pordioseros duermen en los bancos sin ser molestados por ningún neonazi, que los hombres de negocios a menudo pasan la noche en los parques y que hasta las abuelas se tajan con cerveza de ocho grados. En España, aunque soy considerado por los expertos uno de los mejores suelistas del mundo, el sueling es un deporte minoritario que no atrae la atención sino de una élite de bohemios cultos y refinados.”



“Mi vida en en Osaka era sencilla, realizando sueling día y noche, y por las tardes iba a Yodobashi Camera a utilizar gratis el sofá-masaje, y después al supermercado de los grandes almacenes a merendar gratis con los productos para degustar que ese supermercado siempre ofrece a sus clientes”



“Era feliz con esa vida sin responsabilidades, pero notaba que en el fondo de mi corazón me faltaba algo. Hasta que una de esas tardes en el Yodobashi Camera me pasó algo que cambió mi vida. Mientras pasaba por la sección de maridos perfectos de la tienda de electrodomésticos, mis ojos se posaron casualmente sobre una chica que estaba en esos momentos comprando uno. Era una chica preciosa, no de esas japonesas de rostro delicado y perfecto que parecen muñecas, sino una chica normal y corriente, vestida normal y sin pintar. Con una mirada preciosa, llena de amor y de bondad aunque también de soledad, y con una forma de sonreir maravillosa. Pero por encima de todo, lo que me llamó la atención de ella es que no llevaba maquillaje je je. Era la primera vez que veía una chica japonesa sin maquillar y por eso me había quedado mirándola sin darme cuenta.”



“Me enamoré de ella al instante, así que me dediqué a escucharla desde cierta distancia mientras pedía consejo al dependiente. Mientras la mayoría de las mujeres japonesas buscan un hombre millonario, ella solicitaba un hombre bueno y amable que la cuidara durante el resto de su vida, producto difícil de conseguir en el mercado. Me di cuenta de que el interior de esa chica era tan hermoso como me había parecido ver en sus ojos unos minutos antes. Entonces pensé que un ser humano tan maravilloso no merecía un marido perfecto producido en serie en una fábrica sino un marido perfecto producido por la madre naturaleza. Así que decidí esperar en el almacén para dar el cambiazo y meterme yo en la caja y ser así transladado a su casa y convertirme en su marido.”



“Por desgracia, mi pinta desaliñada la debió asustar, y aunque soy pordiosero inteligente, culto, con don de lenguas y mi japonés es de calidad bien alta, el hecho de estar profundamente enamorado de ella me provocó tal nerviosismo que no fui capaz de presentarme adecuadamente, y no sólo eso, sino que apenas pude hilvanar palabra, de tan emocionado como me encontraba. Así que fui rechazado dos veces, y aquí me encuentro, desesperado y al borde del suicidio por culpa del amor.”



Los otros pordioseros, entre trago y trago de sake de cartón, escuchaban con gran atención y emocionados la triste historia del pobre suelista español que se había enamorado de la chica japonesa. Todos se solidarizaban con él, y como muestra de apoyo le metían enormes trozos de sashimi en la boca para ayudarle a mitigar el sufrimiento.



“Me había prometido a mí mismo convertirme en el marido perfecto. No un tipo millonario y machista que simplemente pusiera la pasta que hace falta para vivir y que la usara de robot en la cocina y en la cama y le regalara a cambio expensivos regalos, sino alguien que la apoyara y la quisiera durante el resto de su vida. Haciendo que su existencia fuera más hermosa, más divertida, cocinando, viajando y riendo con ella, provocando su felicidad en cada momento. Incluso estaba dispuesto a dejar de hacer sueling excepto una vez a la semana. Además, casarse conmigo sería gratis, y por tanto se iba a ahorrar millones y millones de yenes si decidía no comprar el marido de la tienda de electrodomésticos. Tenía la intención de invitarle a pasar las vacaciones a España. Y con los dos euros que tenía ahorrados había comprado dos billetes de avión para ir a pasar unos días de luna de miel a Venecia. Pero mi plan a fracasado y no me queda otra opción que suicidarme ”




En esos momentos, R. tenía también ganas de suicidarse y había decidido emborracharse con sake de cartón por primera vez en su vida y luego arrojarse al río más contaminado de Osaka y puede que de Japón, el Dotombori, río del que nadie había salido vivo antes. Pero entonces al pasar por al lado del banco, había visto al suelista sentado de espaldas, y aunque en un principio le habían entrado ganas de golpearle, al escuchar su historia había pasado de la simple curiosidad al interés verdadero, y poco a poco sus palabras la habían ido conmoviendo hasta que sin darse cuenta, se había encendido la llama del amor en su pecho.



Así que, contenta de no haber comprado el marido perfecto, se acercó al suelista de gran corazón pero que emitía un olor a sashimi y a sake desagradables y le dijo que si era capaz de ducharse y de quitarse ese aroma pestilente, podrían vivir juntos el resto de su vida.



El suelista se duchó, y se casaron y a su boda acudieron suelistas y pordioseros de todo el Japón , y desde ese día la vida de R. Kikukawa fue más hermosa, cocinando, viajando y riendo con ese extranjero bondadoso pero algo extravagante, ahorrando millones de yenes en caprichos estúpidos y robots; yendo a España y a Venecia y a cientos de lugares en Japón y en el resto del el mundo.



Otros cuentos japoneses del Chino Muerto:

-El Cuento de los Kanjis.

-El Cuento de los 12.000 yenes.

-La Experiencia Japonesa de James Douglas Paterson.

-Hatsumode.

-Aventuras del Profeta Azul en Japón (Segunda Parte)

-El Tercer Hombre (Plagio de la Película de Carol Reed)

miércoles, 12 de mayo de 2010

CUENTOS JAPONESES: EL TERCER HOMBRE (PLAGIO DE LA PELÍCULA DE CAROL REED)

El Alcohólico aterrizó en el aeropuerto de Kansai el 26 de enero de 2010. Llegó prácticamente sin blanca, invitado por su amigo Elvar Ata, al que al parecer le iba bien en Japón, pues de hecho había prometido al Alcohólico un trabajo. Si al final conseguía trabajar, sería el primer trabajo del Alochólico en años, después de que la incompetente política laboral de la administración de Zapatero le hubiera condenado al ostracismo y al desempleo hasta hacerle perder totalmente la paciencia y la esperanza.

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El Alcohólico llegó un poco pasadas las 11 de la mañana a la residencia de Elvar en Osaka. El portero de la residencia era un hombre bastante huraño, que fruncía el ceño de manera casi permanentemente y que a parte de “no”, y quizás los números del uno al diez, apenas hablaba ni una palabra en el idioma de George Bush y de Willian Shakespeare. No obstante su falta de habilidad para los idiomas, el hombre consiguió indicar por gestos al Alcohólico que Elvar Ata ya no se encontraba en aquel lugar, pues acababa de morir hace unas pocas horas y su cuerpo había sido ya transladado a la morgue.



Cuando el sorprendido Alchólico le pidió que confirmara la información y la repitiera despacio, el hombre hizo un gesto inequívoco pasándose el dedo índice por todo lo largo del cuello, y luego señaló una vez más el reloj y dibujó en el aire el número 8 con el mismo dedo. Finalmente, llevó al Alchólico a fuera del edificio y le indicó el punto exacto, justo delante de la propia puerta de la residencia, donde Elvar Ata había sido atropellado por un automóvil.

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El Alcohólico llegó justo a tiempo para ver el entierro desde el principio. Fue un acto corto y sencillo. El sacerdote cristiano pronunció apenas media docena de frases en japonés, y Elvar Ata fue enterrado sin más dilación. El propio Alcohólico vio como la caja era introducida en una fosa y cubierta de tierra. Sólo unas pocas personas, aparte del Alcohólico, habían asistido al acto; entre esas personas había una mujer japonesa, que se encontraba visiblemente afectada, y un policía.

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El Alcohólico estaba sin blanca, no hablaba japonés y a parte del difunto no conocía a nadie en Japón. Así que carecía ya de motivo alguno para pasar siquiera un segundo más en el país del sol naciente.



Por el momento había decidido volver al centro para buscar un sitio para dormir. El día siguiente siguiente se levantaría temprano e intentaría comprar un billete para volver a España lo antes posibles.



Justo cuando acababa de salir del cementerio, un coche de policía se le acercó, lo estuvo siguiendo un momento y finalmente se detuvo a su lado. Se trataba del mismo agente a quien había visto en el funeral de Elvar, aunque como supo después, no se trataba de un simple agente sino del comisario de policía de Osaka; un tipo muy amable que le ofreció llevarle al centro e invitarle a un trago, y que también le dijo que le conseguiría un sitio donde dormir hasta que pudiera comprar el billete de vuelta.

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Estuvo tajándose un par de horas con el comisario. Era un hombre agradable y atento, del que no se separaba un chino corpulento y tosco que le servía de ayudante y de guardaespaldas. El Comisario hablaba un inglés bastante decente por lo que el Alcohólico no tuvo problemas para comunicarse con él, y además, como ambos resultaron ser aficionados al güisqui y a la música, se llevaron a las mil maravillas desde el principio. No obstante, en un momento de la conversación, el Comisario hizo una observación en la que se mancillaba el honor de Elvar Ata, casi insinuando incluso que éste hubiera estado involucrado en algún momento de su vida en actividades terroristas o mafiosas.



Si bien el Alcohólico y Elvar se habían distanciado ideológicamente en los últimos años, su amistad, con alguna trifulca que otra de viejos amigos borrachos y tarados, se había mantenido hasta el último momento. Por otra parte, Elvar podía haber tenido muchos defectos, pero nunca habría empleado la violencia para materializar sus ideales, y de hecho era una de las personas más pacíficas que el Alcohólico hubiera conocido nunca. Y por si ello no fuera suficiente, sabía de fuentes fiables que una buena parte de la fortuna que había forjado en Japón la estaba empleando en obras benéficas en las que ayudaba a los pordioseros y a los niños pobres. Pero sobretodo, al Alcohólico le repateaba que en nombre de la corrección política se descalificara a todos los que pensaban de manera diferente a lo que les convenía a los que detentaban el poder. Así que se sintió obligado a defender a su amigo, y por ello se levantó para dar un puñetazo al Comisario.



Pero el gigante chino se le adelantó, golpeándole al él en la cara y dejándolo completamente noqueado. Lo subieron al coche y lo llevaron al lugar en donde pasaría la noche.

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Lo metieron en un hostal para pordioseros en Kamagasaki. Estaba lleno de tipos con pinta absolutamente sospechosa, pero la mayoría de ellos eran pacíficos y sólo lo miraban con curiosidad o lo saludaban en un inglés pésimo.



Aunque el comisario le había concedido una pequeña pensión para que sobreviviera unos días, el Alcohólico estaba decidido a dejar el país lo antes posible. En cuanto pudo conectarse a internet, se dedicó a buscar el billete más barato de entre todas las compañías aéreas que ofrecían vuelos a España..



Sin embargo, no podía alejarse de la cabeza la sensación de que todavía le quedaba una tarea por resolver. No dejaba de pensar en la absurda muerte de Elvar. Era casi imposible tragarse que un tipo tan inteligente, que hablaba fluídamente el japonés, el italiano y el inglés, además del castellano y del valenciano, y que había conseguido establecerse y prosperar en Japón, y convertirse en un hombre respetado en tan poco tiempo, hubiera muerto una mañana normal, atropellado de una manera tan estúpida, justo frente la puerta de su casa. Además, había algo sospechoso en la manera en que el comisario de policía se refería siempre a él de manera despectiva. No hay duda de que el comisario era un buen tío, su única ayuda en Japón. Le estaba dedicando, sin apenas conocerle, las mejores atenciones. Pero ello no eximía la posibilidad de que estuviera envuelto en temas oscuros. De hecho, conocía a muchos policías españoles que pese a ser excelentes personas lo estaban.



Elvar había sido siempre un tipo muy de izquierdas que mantenía y divulgada opiniones que el gobierno podría haber considerado peligrosas. ¿Y si se lo hubieran quitado de encima por razones políticas? Aunque las ideas políticas del Alcohólico eran opuestas a las de Elvar, él mismo había sido perseguido en la España de Zapatero, así que toda su solidaridad iba con él, no sólo por ser su amigo, sino porque ambos compartían la condición de excluídos por “desaveniencias ideológicas” con el gobierno de turno.



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Volvió a encontrarse con el Comisario la noche siguiente. Éste le llevó a un pub irlandés que era uno de sus lugares preferidos de Osaka, y entre pinta y pinta de Guiness le aconsejó que dejara el país lo antes posible. El Alcohólico no dejó de ver en este consejo sino un deseo por quitarse de encima al único individuo al que en algún momento se le podría pasar por la cabeza investigar el tema. Aunque había una persona más. La novia de Elvar. Había intercambiado apenas unas palabras obligadas durante el entierro. Si, hablaría con ella en cuanto acabara con el comisario.



Según el Comisario, no había duda alguna respecto a la muerte de Elvar Ata. Había un informe firmado del médico en el que se señalaba el atropello como causa de la defunción. Dos transeúntes habían transladado el cadáver de su amigo hasta la pequeña consulta médica que el mismo doctor tenía a varios pasos de la residencia de Elvar. Estaba todo claro y había testigos. Lo mejor que podía hacer el Alcohólico era olvidar el tema y volver a España lo antes posible.

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Al día siguiente, el Alcohólico visitó por ese orden a la novia de Elvar, al médico y al portero de la residencia, el hombre con el que había hablado durante su primera mañana en Japón. La conversación con la novia le decepcionó. Esperaba recibir alguna ayuda de su parte para iniciar la investigación, algún dato que le sirviera, o cuanto menos su apoyo moral. Pero en lugar de eso, parecía limitarse aceptar la tesis oficial del atropello. Se la veía exhausta, sin ganas de iniciar batalla alguna, como si desde que supo lo del accidente hubiera estado llorando hasta agotar todas sus fuerzas.



Aunque siempre había estado al tanto de las apasionadas deas políticas de Elvar, nunca les había dado demasiada importancia –explicábale al Alcohólico-, considerándolas una mera exageración, sin influencia sobre su vida cotidiana y una mera consecuencia inevitable de su carácter apasionado y de su curiosidad intelectual. Pero eran simplemente sus ideas, y aparte de su admiración por el Partido Comunista de Japón y de escribir en algunos blogs que apenas leían unas decenas de personas, Elvar no estaba relacionado con ningún partido ni desarrollaba ningún tipo de actividad política alguna.



Por otra parte, no le conocía ningún enemigo. Tanto los negocios como la vida social le estaban yendo viento en popa durante los últimos años, y casi todos los japoneses que conocía, y principalmente las japonesas, le miraban con muy buenos ojos. Ademiraban su buen dominio del japonés, su exquisita cortesia y sobretodo las obras de caridad con los pobres que estaba llevando a en el momento en que la muerte llamó a la puerta de su residencia.

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El médico también le confirmó la versión que el policía y todos quienes en Osaka conocían a Elvar repetían en todas partes. El atropello en la puerta de su casa, los dos hombres que pasaban en aquellos momentos por aquel lugar y que transladaron el cuerpo hasta su consulta. El cuerpo se hallaba ya sin vida cuando los dos hombres que lo portaban llamaron a su puerta.



En la residencia, volvió a encontrarse con el portero del primer día, pero éste declaró no saber nada más del accidente. Estaba arreglando unas tuberías en el interior del edificio cuando ocurrió aquella tragedia, y por lo tanto no lo había visto. Lo que conocía se lo había contado aquella misma mañana uno de los agentes de policía llegados a la escena del suceso cuando el cuerpo de Elvar había sido ya transladado a la consulta. En ese punto, el portero le pidió al Alcohólico que fuera tan amable de marcharse. Sentía lo de su amigo, pero tenía todavía varias averías que arreglar aquella tarde.

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Quizás había ido demasiado lejos en sus sospechas, se decía a sí mismo el Alcohólico. Había sido atropellado, y así lo decía todo el mundo. Había testigos, un parte médico oficial. La versión del comisario de policía también concordaba. No había duda de que estaba perdiendo el tiempo con el asunto. Esa misma noche iría a pedirle disculpas al Comisario, al que había insultado varias veces acusándole de corrupto y de estar implicado en la desaparición de Elvar. Desde el principio, el comisario se había portado con él de manera maravillosa, y el sólo se lo había agradecido con indirectas e insultos. Quería tajarse con él antes de volver a España. Había visto en internet un vuelo bastante económico para el día siguiente por la mañana. Sería el final de su corta y absurda primera visita al país del sol naciente.

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Justo cuando se disponía a entrar en la boca de metro para poner rumbo al hostal de pordioseros en Kamagasaki, se vio sorprendido por la voz del portero, que venía corriendo detrás de él mientras le repetía con voz entrcortada que que no se marchara todavía.



El portero, que parecía preocupado en todo momento por comprobar que no era seguido por nadie, llevó al Alcohólico a un callejón desierto y, le contó entre jadeos, mezclando japonés, inglés, y gestos, que en realidad sí que había visto el accidente con sus propios ojos. Primero había oído un coche acercarse a la residencia. Al acercarse a la ventana para ver de qué se trataba, el presunto atropello ya había ocurrido, y tres hombres, no dos como todos habían afirmado, se afanaban ya en transportar el cadáver. El portero se asustó todavía más al repetir que eran tres, no dos, los hombres que se habían llevado el cadáver. Y justo en ese momento se oyó un estrépito y el discurso del portero se detuvo para siempre.



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El tercer hombre. El Alcohólico había sospechado en todo momento que existía algo raro en aquella historia. Elvar no había muerto atropellado sino asesinado, había estado en lo cierto desde el principio. Como casi siempre. Lo había advertido con Zapatero, con Obama, siempre que había gato encerrado lo detectaba desde el principio, y aún así siempre era tachado de paranoico.



El portero había sido derribado a mitad de su conversación con el Alchólico, quien inmediatamente había pensado que lo mejor que podía hacer era abandonar el lugar antes de que le ocurriera lo mismo, pues sin duda había alguien interesado en que la verdad no se supiera. Tanto si él mismo era atacado, como si la policía llegaba a la escena del crimen y lo acusaba de la muerte del portero, lo mejor que podía hacer era largarse deprisa de aquel callejón..

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Pensó en ir a hablar con el comisario pero puede que este lo incriminara en el crimen, o aunque no lo hiciera, es posible que le molestara con preguntas absurdas. Se decidió a ir a casa de la novia de Elvar.



Ésta pareció molestarse con su presencia. Parecía empeñada en olvidar su vida anterior y a su ex novio, así que por mucho que el Alcohólico le hablara de aquel tercer hombre, ella seguía sin querer saber nada del asunto. Con los ojos llorosos le dijo que era posible que la policía estuviera en lo cierto. En los últimos meses las cosas le habían empezado a ir muy bien, estaba ganando dinero del gordo por primera vez en su vida. Quizás al fin y al cabo sí que hubiera habido algo extraño en esas actividades..



Tras el frío recibimiento inicial, el Alcohólico y la novia de Elvar compartieron unos vasos de vino de una botella que Elvar había comprado para disfrutar con ella en alguna ocasión especial. Conforme el alcohol se esparcía por sus venas, ambos se fueron relajando y sintiéndose cada vez más cerca del otro. Ella le mostró algunas fotos de su vida en Osaka y él empezó a admirar a la única mujer del mundo que había conseguido atar a Elvar a una ciudad y a un trabajo. Si bien seguían viviendo por separado, al parecer Elvar solía pasar los fines de semana y las vacaciones en casa de aquella mujer. En cualquier caso, era la primera vez que Elvar tenía novia durante tanto tiempo.



Aunque de algún modo u otro, el Alcohólico también compadeció por haberse dejado atar. Y quizás la muerte no fuera ni un suicidio, se le había ocurrido a Elvar para poder ir viajando. El mismo Alcohólico había pensado mil veces en ello.



En cualquier caso, aquella mujer debería haberle ofrecido argumentos motivos fuertes para que acabara rindiéndose ante ella, se decía el Alcohólico mientras contemplaba al gato con el que la pareja había convivido tantas veces abandonar la casa por la ventana de repente, como atraído por algún evento exterior que sólo él mismo pudiera percibir. Hasta entonces, Elvar había odiado a todos los animales no comestibles, pero a tenor de las fotografías que ella le había enseñado, en sus pernoctaciones en casa de su novia se había encariñado de la mascota. Sin duda, lo había cambiado por completo al pobre Elvar.

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El Alcohólico salió perturbado de la casa. La mezcla de alcoholes diversos, junto con los contradictorios pensamientos que se habían ido despertado en su cabeza en las últimas horas le habían llevado a un estado de irrealidad e indefensión del que no sabía como liberarse, al tiempo que a su alrededor el mundo físico daba vueltas sin parar como queriéndolo arrastrar en su embriaguez loca. Había estado convencido desde el principio de que Elvar había sido asesinado. Pero ¿quién?, y sobretodo ¿para qué? Había algo sospechoso en todos los personajes que se había cruzado hasta el momento. El policía alcohólico, corrupto y mujeriego, con el gigantón chino siempre a su lado. La falta de interés de la novia. La perfección en el relato del médico. ¿Quién le estaba engañando? Las explicaciones que le habían dado concordaban a la perfección. ¿Sería que se habían puesto de acuerdo? ¿Estarían todos compinchandos para engañarle?



Se dedicó a deambular borracho por los alrededores de la casa de la novia de Elvar. No sabía qué hacer ni a donde ir. No podía seguir investigando. No sólo ocurría que nadie le ayudaba sino que además todos parecían compinchados para confundirle. Y además no hablaba japonés y en ese país apenas nadie hablaba inglés. Lo más sensato sería abandonar. Pero no podía dejar la cosa como estaba. ¿Qué haría?



Empezó a sentir rabia e impotencia, y su enfado se acrecentó al sentir la presencia de alguien que le observaba desde uno de los portales en la penumbra al otro lado del callejón. Sin duda le habían venido siguiendo desde hace tiempo, por lo menos desde su última conversación con el portero de la residencial. Y al parecer el primero en darse cuenta, y por eso el Alcohólico, al oir un ruido, se había girado hacia aquella sombra, había sido el gato de Elvar.



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Sin pensárselo dos veces, empezó a increpar a esa silueta negra que le observaba desde la penumbra, llamándole cobarde y sicario y retándolo a descubrirse y a enfrentarse a él si era un hombre de verdad y si tenía agallas. Entonces, se encendió una luz en uno de los apartamentos del lado de la calle en la que se encontraba el Alcohólico. Una vieja, que sin duda había sido despertada por los gritos, empezó a increparle para que se callara y la dejara dormir en paz. La luz que atravesaba la ventana de la vieja se posó instantaneamente sobre el portal en el que la misteriosa figura se ocultaba, y el Alcohólico se quedó petrificado al contemplar un rostro que le era de sobra conocido. A su vez, su viejo amigo le contemplaba con una sonrisa cínica y siniestra, como burlándose por haber jugado con él durante todo ese tiempo pero a la vez pidiéndole disculpas. Entonces un automóvil pasó por la calle interponiéndose entre ambos. Y cuando el coche se fue, su viejo amigo había escapado también, y el Alcohólico oyó los pasos que se alejaban corriendo y doblaban la esquina, y se puso a correr él también persiguiendo esos pasos. Pero girar la calle por la que el misterioso hombre había escapado, su amigo había desaparecido, y ante él sólo quedaban el silencio y la penumbra.



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Nada más levantarse a la mañana siguiente, tras preguntarse a sí mismo si todo no habría sido un sueño fue a ver al Comisario a primera hora de la mañana para informarle de sus últimos descubrimientos. El comisario le confirmó que era uno de los sospechosos del asesinato del portero, pero que como él, personalmente, creía en su inocencia, por el momento no era necesario interrogarle ni detenerle.



El Alcohólico le relató lo ocurrido la noche anterior, y ante su insistencia, el Comisario acabó acudiendo a los alrededores de la casa de la novia de Elvar. Cuando el Alchohólico indicó el lugar por el que Elvar había desaparecido casi instantaneamente la noche anterior, el gigantón chino empezó a soltar exabruptos en su idioma, pero a continuación el comisario descubrió un pasaje subterráneo medio escondido al otro lado de la calle, y al bajar por ese pasaje en cuyo interior se amontonaban varios clubs semiclandestinos, se llegaba a una puerta en la que un cartel prohibía la entrada a personas ajenas al negocio. Y si se entraba en el local, un viejo almacen lleno de pasillos y escaleras, se podía continuar hasta otro almacen que comunicaba con otros pasillos que a su vez comunicaban varias estaciones de metro. Sin duda Elvar, había aprendido mucho sobre la realidad subterránea de Osaka durante esos días que había pasado escondido.

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Tras ese descubrimiento, el Comisario había accediedo a la solicitud de ir al cementerio para abrir la tumba de Elvar. Y de hecho, aquella misma mañana, al desenterrar el cajón de la muerte, el Comisario pudo ver con sus propios ojos que la persona que estaba dentro del ataúd no era Elvar, sino otro hombre.



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El Alchohólico no esperó a la investigación oficial, y en cuanto el Comisario se retiró para continuar su trabajo, corrió a la consulta del médico que había firmado el acta de defunción de Elvar, y tras comprobar que la consulta se hallaba cerrada, pidió a una de las viejas que vivían en el mismo apartamento la dirección de la casa de aquél. El Alcohólico le dio a su vez la dirección a un taxista, y éste le condujo al otro extremo de la ciudad, dejándole en la puerta de una vivienda unifamiliar de nueva planta cerca del puerto.



Empezó a gritar el Alcohólico que quería ver a Elvar. Pasaron los minutos y no hubo respuesta, hasta que en un momento dado salió el Doctor al balcón del primer piso para afirmar que no tenía ni idea del asunto.



-Si Elvar no sale –gritó el Alcohole entonces-, armaré un escándalo y atraeré la atención del público y de la policía



Entonces, el doctor se retiró sin decir nada, y al cabo de unos instantes, Elvar salió al balcón y saludó al Alchohólico con amabilidad, como si nada lo que había pasado desde que el Alcohólico había llegado a Japón hubiera ocurrido, como si su relación fuera la misma de años atrás. Sin embargo, se notaba un matiz de cinismo en el modo familiar en que le había saludado. Elvar pidió al Alcohólico que le esperara en la noria de Tempozan, que se encontraba a poca distancia de allí.

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La noria de Tempozan era una de las más grandes de toda Asia, y una de las pocas atracciones turísticas con las que contaba Osaka, esa jungla de asfalto sin edificios históricos ni zonas verdes. Si bien la zona atraía bastantes turistas en verano y los fines de semana, era un miércoles lluvioso a primera hora de la mañana, y por eso no había nadie. Apareció Elvar, y otra vez saludó con cínica cordialidad a su amigo.



Subieron a la noria y el Alcohólico fue al grano, restregándole una información que el Comisario le había dicho según la cual Elvar había robado y vendido a Corea del Norte (que pretendía usarlos para investigar en guerra bactereológica) ciertos medicamentos que iban a ser donados por empresas de Japón a un país del tercer mundo. Centenares de niños de ese país, que esperaban esos medicamentos, habían muerto por culpa de Elvar.



Pese al tono durísimo de sus acusaciones, el Alcohólico había hecho ese reproche a Elvar sin creerlo del todo, como para darle una oportunidad para que se defendiera, convencido de que se habría habido un malentendido, o de que Elvar había sido acusado de un crimen que no había llevado a cabo y por eso había tenido que fingir su muerte para escapar de la policía. Pero Elvar no desmintió los hechos.



-Hay muchos niños en el mundo –dijo-. Ahora son muy tiernos y muy monos, pero pronto se convertirán en homicidas, delincuentes, señores de la Guerra, en votantes de Bush o de Obama, de Zapatero o Aznar, o en traficantes....



Se quedaron mirando el feo paisaje de Osaka. A un lado se prolongaba hasta el infinito una costra inhumana de rascacielos amontonados sin ton ni son. Al otro lado el mar, como una superficie lunar de cemento inanimado.



-En Japón, tras varios decenios de democracia impuesta a base de bombas nucleares –continuó Elvar-, lo único que se ha conseguido son estas monstruosidades imposibles de habitar por un ser humano con corazón. Habitados por humanoides que votan a los mismos partidos que pretenden cambiar las leyes para que puedan despedirles a cambio de un bocadillo. Que dicen odiar la guerra pero acaban de darle el premio de la paz al presidente más belicista del mundo. Que proclaman estar a favor de la paz, de la justicia, de la democracia y de defender a los trabajadores nacionales, mientras odian al presidente del mundo que más está haciendo a favor de estas ideas. Que eligen en cada elección a los representantes de los especuladores y de las mafias capitalistas mundiales que estos les proponen, y luego sufren la represión que esos representantes les imponen, y el expolio al que les someten, sin levantarse un ápice de su sillón. Que se dejan engañar como niños por los banqueros para votar en contra de sus propios intereses, anteponiendo los de los bancos, de los que el gobierno y los ciudadanos se convierten en esclavos.


La noria seguía girando con lentitud sobre el océano. Elvar continuó con su discurso:

-Alcohólico, todos los gobiernos del mundo de occidente se inventan un enemigo para que no se hable de los problemas de la gente. En Estados Unidos es el Islam. En la Comunitat, la culpa es de los catalanes, que nos tienen envidia, y de ZP, que odia a la Comunitat y quiere romper España. En España, el enemigo es la derecha, aunque el partido en el poder ponga en práctica mes a mes la mayoría de sus políticas consistentes en robar a los pobres para dar a los millonarios.



-Usted tiene parte de razón –replicó por primera vez el Alcohólico- Pero aunque el panorama sea una mierda, uno tiene que seguir defendiendo sus ideales hasta la muerte o pegarse un tiro, no venderse a la puta dictadura que más le pague.



-¿Dictadura?¿Cuál es la peor dictadura del mundo? ¿El Reino Unido, donde existen tantas cámaras de vigilancia que cada ciudadano es grabado varios centenares de veces al día?¿España, el país de Europa occidental donde se cierran más medios de comunicación y se denuncian más casos de tortura?¿En Estados Unidos, donde Wall Street arruina la economía y luego exige al gobierno que le rescate con el dinero de los impuestos?



-Todo eso no lo dudo, pero lo de Corea del Norte es peor, una cárcel de la que no se permite a nadie salir.



-Alcohólico, en Corea tenemos el mejor sistema de sanidad pública de todo el lejano Oriente. Mientras que en las dos primeras economías del mundo, E.E.U.U y Japón, los pordioseros que no pueden pagarse una operación se amontonan en los parques, en Corea tenemos una atención de calidad gratuita para todos.



-Eso habría que verlo.



-Lo ha dicho incluso el delegado de Unicef, que no trabaja para nosotros. ¿Pero sabes quién la sanidad pública coreana? No lo acertarías ni en mil años.



-Estados Unidos y Japón, Alcohólico. Sin su ayuda económica, el gobierno de Corea del Norte se habría derrumbado hace siglos. Pero los americanos necesitan que el conflicto de Taiwán y el de Corea se perpetúen para mantener su presencia militar en Asia. Y los japoneses, los circulos más nacionalistas y ultraconservadores cercanos al emperador, furibundos anti-comunistas. Nos pagan para tener algo de lo que hablar que tape las escandalosas desigualdades que existen en este país. Para mantener sus privilegios les sale más barato financiar la sanidad pública en Japón que financiar la suya propia. Hasta ahí llega el cinismo de los gobiernos capitalistas...



-Hasta ahí llega tu cinismo, Elvar. Que entonces estás trabajando en realidad para la CIA, para Estados Unidos, a quien siempre has odiado- En este punto, es cuando el Alcohólico se había dado cuenta de que Elvar había perdido toda su dignidad para venderse. Aunque estaría con América frente a cualquier dictadura comunista del mundo, odiaba a cualquier pesona que acabara vendiendo sus ideales. ¿Lo habría hecho solo por dinero? ¿ No había manera de justificarlo. No le daría otra oportunidad para defenderse. Sólo cabía insultarle.



-¿Para qué lo has hecho, maricón? –le soltó de repente- ¿Para comprarle joyas a tu novia?¿Tú que tanto te has quejado de quienes acaban perdiendo el culo por una zorra?



-¿Y qué hacer, pasar varios años en el paro en España como tú? Si por cada caja de medicamento, de las que vendo varias al día, gano lo mismo que gana al mes cualquier mileurista pobre.



-Alcohólico. Te llamé porque confiaba en trabajar contigo a partir de ahora. Un amigo debe apoyar a su amigo hasta la muerte. Y por otro lado, no tenemos tiempo de perdernos en reproches. Empecé esto por mi mujer, la persona más adorable del mundo. Y digo mi mujer porque, si no nos hemos casado, es sólo por culpa de la fatigosa lentitud de la embajada española a la hora de realizar todo trámites o papeleo.



-Alcohólico, tanto que hablas de él en tus canciones ¿Sabes lo que es amor? Por ella mataría a todos los futuros asesinos de la tierra. Llevo tanto tiempo sin verla. Vivo en las profundidades de Osaka, en los túneles secretos del metro que comunican galerías subterráneas llenas de antros. Por eso confiaba en ti para comunicarme con el mundo exterior. Estaba dispuesto a ofrecerte un buen sueldo. Pero ahora veo que es imposible...



Elvar Ata se metió una mano en el bolsillo y el Alchohólico supo que tenía que pensar rápido si quería salir vivo de la noria. “Sabes que no tengo ningún miedo a la muerte y que incluso la deseo –le dijo, y señalando a un par de hombres que se hallaban sentandos en un banco cerca de la noria, añadió-. Pero no he venido aquí sólo. La policía nos está vigilando. Me han encargado que te ofrezca un acuerdo. Si me disparas, te cogerán nada más pisar el suelo. Si me dejas ir, te dejarán escapar, confiando en que les des información sobre tus contactos.”



En esos momentos Elvar sonrió con gran cinismo y se volvió simpático de nuevo. Apartó la mano del bolsillo y le dio una palmada en la espalda al Alcohólico. Éste se hallaba sorprendido de que su mente, después de tantos años de borracheras continuas, hubiera sido capaz de pensar tan rápidamente una manera de salir aquella situación. No había policía, ni nadie vigilándole ni esperándole allí abajo. Al bajar de la noria, se fueron por caminos diversos y quedaron en volverse a ver la siguiente semana.

......



El Alchohólico había decidido volver a España sin acudir a la siguiente cita con Elvar. No tenía nada que sacar en claro de su estancia en Japón. No tenía nada que decir a su antiguo amigo. Elvar se había corrompido a sí mismo y no iba a poder ayudarle. Si alguien tenía que atraparle, era la policía japonesa. No era asunto suyo si conseguían detenerle o no.



El comisario habló con él para pedirle que no volviera a España y que en se quedara en cambio unos días más para ayudarle a atrapar al malvado. Pero el Alcohólico insistió en que se las apañaran como pudieran, que no era asunto suyo. Entonces el comisario le rogó que, igual que en el pasado él había accedido a abrir la tumba ante su insistencia en que Elvar seguía vivo, él tenía algo que mostrarle.



Lo llevó a comisaria para enseñarle algunas pruebas del caso de las medicinas. Vacunas que Elvar había escamoteado a los niños pobres para satisfacer su propia codicia. Le enseñó imágenes de los niños del poblado africano que habían muerto a consecuencia de la estafa. En un principio, el Alchohólico siguió insistiendo en que no era asunto suyo. Pero luego, ya en casa, mientras se bebía el último güisqui antes de meterse en la cama, le vino otra ve la imagen de esos malditos niños, y se dijo que, aunque todos esos negratas se la traían sin cuidado, el mundo estaría mejor con un dictador menos. Al fin y al cabo, Elvar también había pensado en matarle, y en cualquier caso, no tenía otra cosa que hacer en España sino engrosar las ya de por sí abultadas filas del desempleo.

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Finalmente, Elvar y el Alcohólico se volvieron a encontrar en un antro del centro, y se tajaron juntos por última vez. Pero esta vez, no hablaron de los mismos asuntos que habían tratado anteriormente en la noria, sino que fue como las tajas del pasado en Valencia. Hablaron de política, de fútbol, de cine, de mujeres, de qué había sido de sus amigos comunes. Pasaron horas bebiendo trago tras trago, concatenando comentarios irónicos y carcajadas como viejos colegas, sin ningún odio ni resentimiento, aceptando que era la vida la que les había colocado en el lado contrario de la mesa.



Habían recuperado su amistad, pero ninguno de los dos había olvidado a qué había ido esa noche a ese antro. Así que, cuando la música se paró y el camarero les dijo que debían pagar y abandonar el local, Elvar, tras suplicar un último trago al camarero le preguntó al Alcohólico si había alguien esperándole, éste dijo que no, y entonces Elvar, tras agradecérselo de corazón, sacó su arma de fuego, y su amigo, que no había podido conseguir una, se hizo con un cuchillo de trinchar carne y le atravesó la yugular con un golpe certero. Y Elvar en su último impulso, apenas pudo apretar el gatillo para abrirle a él la tapa de los sesos. Así que, cuando el camarero llegó a la mesa con dos bebidas más, las dos últimas bebidas de la noche, un bourbon y un gin-tonic gentileza de la casa, los dos hombres estaban ya tendidos, sus cuerpos inertes, sobre la mesa.

 
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