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martes, 14 de abril de 2009

CREACIÓN DE UN ESTADO ROMANO EN LA COMUNITAT VALENCIANA

En el periodo posterior a la segunda guerra mundial, apareciereron de repente en la ciudad de Valencia varios miles de paramilitares italianos con pintas de niño pijo idiota, gafas que les tapaban media cara,  patillas afiladas,  y ropa hortera. Tenían como objetivo la creación de un Estado Romano en la Comunitat Valenciana.

Al principio a los valencianos tomaron el asunto como una simple broma macabra, pero la cosa se tornó en pesadilla cuando, para conseguir su perverso objetivo, los italianos lanzaron una ola de ataques terroristas en todo el territorio valenciano y expulsaron a cientos de miles de personas de sus casas a punta de pistola.

La creación de ese absurdo nuevo Estado Romano fue rechazada por prácticamente toda la comunidad internacional, pero contó con el apoyo de la mayoría de los gobiernos occidentales como Alemania, el peor país del mundo y sobretodo Estados Unidos.

La mayoría de los valencianos fueron expulsados de su tierra y obligados a vivir en pésimas condiciones higiénicas, hacinados en campos de refugiados en zonas menos fértiles de las provincias de Albacete, Cuenca, Murcia y el sur de Alicante, o en bloques de edificios construidos deprisa y corriendo en los suburbios obreros de las capitales de esas provincias. Posteriormente los romanos les rodearon de muros, controles, asentamientos puestos de vigilancia y alambradas, negándoles cualquier posiblidad de llevar una vida digna.

Los romanos justificaban la creación de su Estado diciendo que la Comunitat era su nación según sus libros sagrados, que les había sido prometida por sus dioses desde hacía miles de años; para apoyar esa idea, citaron libros de autores latinos como Tácito, Cicerón y César en los que ya se afirmaba que la Comunitart formaba parte del Imperio Romano.

Aunque a algunos valencianos les fue permitido quedarse en la Comunitat, fueron siempre considerados ciudadanos de segunda con menos derechos que a los cientos de miles de habitantes del antiguo imperio, que llegaron de lugares como Italia, Estados Unidos y Argentina, y a los que se les concedió la ciudadanía en el nuevo estado. Los romanos llenaron la Comunitat de templos dedicados a sus dioses paganos y sometieron a los cristianos valencianos que se quedaron a todo tipo de discriminación.

La mayoría de los valencianos que fueron obligados a huir de la Comunitat se convirtieron en ciudadanos pobres que vivían en campos de refugiados en condiciones precarias. Como no contaban con ejército alguno, apenas se defendían de las periódicas incursiones de los ataques del terrible ejército romano con cohetes caseros; los niños valencianos se dedicaban a lanzar piedras a los tanques que patrullaban por las calles de Almansa, Minglanilla, Yecla, Landete, etc., sembrando el terror entre los valencianos autóctonos.

Muchos valencianos eran ateos, otros musulmanes y otros cristianos; pero los valencianos eran calificados en general por la prensa occidental como "fundamentalistas cristianos" y como terroristas. Al Estado Sionista Romano se lo consideraba un gobierno democrático pese a trarse de en realidad de una élite militarista y fascista que dominaba los medios de comunicación y que contaba con el apoyo y la ayuda militar de Estados Unidos.

Con la excusa del terrorismo, cada cierto tiempo los romanos realizaban incursiones en los territorios donde vivían los valencianos expulsados, se anezionaban las tierras más fértiles y masacraban y bombardeaban a los niños y los ancianos población utilizando para ello la más sofisticada tecnología bélica norteamericana.

Aunque casi todo el mundo criticaba esas incursiones, que vulneraban los derechos humanos y contrariaban las resoluciones de las Naciones Unidas; al final las declaraciones de los gobernantes europeos se quedaban en meras reprimendas verbales. Sólo el valiente Presidente de Venezuela se ganó el respeto de los valencianos convirtiéndose casi en un héroe con la decisión meramente simbólica de expulsar de su país al embajador del Estado Romano.

¿Permitirías la creación de un estado sionista en la Comunitat Valenciana?

Otras interesantes historias de políticica-ficción en este blog:


miércoles, 23 de enero de 2008

GUÍA TURÍSTICA DE LA CIUDAD DE BÉRGAMO

Se trata de una ciudad bastante interesante, obviamente no es Roma o Florencia pero cuenta con excelentes monumentos y no está nada masificada. De hecho la mayoría utiliza el aeropuerto de Bérgamo para viajar a Milán aunque esté a 60 kilómetros, es el típico aeropuerto secundario que prácticamente sólo usa Ryanair y es como cuando compras un billete a Estocolmo y te sueltan en un portaaviones en mitad del Báltico; en el caso de Milán te dejan casi en el Mont Blanc, por eso siempre hay que buscar qué ciudades menos conocidas hay cerca de esos aeropuertos, pues si no te cuesta más caro el billete de bus a la ciudad que el de avión, y en este caso Bérgamo es una opción de lo más apetecible.


Situada al pie de los Alpes, Bérgamo se divide en dos partes, la ciudad alta y la baja, aunque yo añadiría una tercera, por motivos que explicaré después. La ciudad baja es una ciudad europea sin más, con un par de avenidas porticadas muy elegantes flanqueadas por bellos edificios neoclásicos, también hay una interesante zona barriobajera con inmensas fábricas abandonadas junto a la estación de tren.


El principal atractivo es la parte alta, una especie de Toledo, Cuenca o cualquier otra ciudad histórica española encaramada a lo alto de un cerro y con todas las calles empedradas. Conserva perfectamente sus antiguas murallas y un montón de edificios antiguos, iglesias, palacios y fortalezas, también hay hermosísimas zonas verdes en esta zona, así como una de las plazas más bellas de Italia, la Plaza Vecchia y una catedral tan hermosa como extraña, pues mezcla todos los estilos arquitectónicos antiguos de una manera bastante curiosa.



Hay una tercera zona no muy conocida que yo llamaría la ciudad "más alta aún". Desde la ciudad alta se puede subir a otra montaña que está al lado y se obtienen unas vistas excelentes del centro histórico; se llega a un barrio residencial lleno de hermosas casas de campo antiguas con grandes jardines rodeadas de enormes cipreses y pinos, y hay también un castillo. Podemos considerar Bérgamo una ciudad ilimitada, pues si continuamos subiendo las montañas y vamos de una a otra indefinidamente, finalmente coronaremos el Mont Blanc, cruzaremos los Alpes y llegaremos a Suiza, después a Alemania y al final al Mar Báltico y al Polo Norte.

Bérgamo es muy fuerte en papeos, aunque sus restaurantes son demasiado caros y hay poca variedad de precios. Se puede subsistir perfectamente a base de pizzas y focaccias compradas en los hornos y en las tiendas de comida para llevar, elaboradas con ingredientes de primera calidad y a buen precio, además las porciones que dan por 3 euros son muy generosas.

En cuanto a vida nocturna, no es tan buena, parece una ciudad suiza o alemana, a las diez de la noche está todo cerrado y no se ve una mierda y no hay nadie por la calle, además el clima es pésimo.

Los bergamascos spn gente hostil que se complace en practicar un un deporte propio bastante surrealista conocido como pallapolenta, una especie de baloncesto con pelotas de goma de esas para niños que rebotan un montón; el pallapolenta se juega en el interior de los supermercados y de los centros comerciales; cada día son seleccionado al azar varios habitantes de Bérgamo, junto con turistas que tengan reservas ese día en hoteles de la ciudad, para jugar una partida obligatoria de pallapolenta; se trata de un deporte bastante caótico, porque hay que ir botando esa pelota de goma dentro de los supermercados esquivando cajeras y estanterías de comida, y como los jugadores no van uniformados, se te acerca alguien y no sabes si es un civil o alguien de tu equipo o alguien del otro equipo que viene a empujarte quitarte el balón.

Además, si eres seleccionado para un partido de esos tienes que jugar; de lo contrario la policía te busca en tu hotel con lo cual si vas a estar pocos días en Bérgamo, pierdes un montón de tiempo jugando a ese deporte; si la pasma te pilla intentando escaquearte de jugar a ese deporte te suben a la ciudad alta, te desnudan y te tiran rodando colina abajo. No duele mucho porque te ponen unos protectores de hombros y rodillas y un casco, pero al tirarte desnudo se pasa un montón de frío, además es una faena porque ya estabas arriba y te toca subir otra vez, aunque hay un bello funicular que que discurre por una estrecha callejuela y que hace el recorrido hasta la ciudad alta.

jueves, 19 de julio de 2007

VIAGGIO IN ITALIA

Estas vacaciones me he hecho el típico viaje hortera que dura una semana y que incluye visitas a tres o cuatro ciudades italianas. Se muestra a continuación un pormenorizado relato del viaje, relato que hace hincapié en la arquitectura de las extrañas ciudades que he visitado.

En el extremo sur de la bota, en la región de Apulia, hay una pequeña ciudad en la que los blancos chalets, cercados por perfectos setos, poseen hermosos jardines con vegetación tropical y exuberante: higueras, palmeras datileras, cocoteros, etc.

La costa está llena de pinos de gigantesco tamaño. Desde allí se ve claramente el litoral griego, luminoso y accidentado, que se encuentra a unos pocos metros y donde destacan algunas iglesia ortodoxas, con cúpulas bien equilibradas.

Las comunicaciones están basadas principalmente en el transporte por ferrocarril. Una vía del tren hacia el norte y una de metro hacia el oeste son las dos únicas maneras de abandonar la ciudad.

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Interesado por la forma de vida de los habitantes de tan singular región, decidí matricularme en la escuela municipal, con el objetivo de conocer los métodos pedagógicos imperantes en la zona. Las aulas se encontraban bastante llenas, siendo lo más destacable el alto número de chicas y de ancianos que estudiaban en ellas.

En un principio mis compañeros me trataron con cierta frialdad. Les sorprendió mi gramática hebrea mágica, con sus hologramas de color rojo penetrante, pues era algo de lo que no habían sabido nunca. Hay que tener en cuenta que mis conocimientos de la lengua italiana eran por entonces bastante limitados, cosa que me impidió hacerme entender de una forma razonable.

Luego, el mismo libro que había sido causa de extrañeza se convirtió en motivo de interés y de admiración, tanto por parte de los alumnos como por parte de la profesora; así que no tuvieron reparos en compartir conmigo unas cuantas de esas jarras llenas de ese licor de naranja, maravilloso y extraño, que aquellos italianos utilizan durante la clase para emborracharse, y hacer así el estudio más llevadero.

Turín es una de las ciudades industriales más innovadoras del viejo continente. Una práctica que se realiza con asiduidad es la de contratar a personas de toda Europa -normalmente estudiantes o gente joven de mundo-, para ponerlas a vivir en estadios de fútbol abandonados y así mantener vivos esos vestigios del pasado glorioso. Pues así como el Panteón, el Foro y el Coliseo son algunos de los emblemas de las edades imperiales, también en Turín y Roma y en otras ciudades los santuarios del fútbol se veneran y se protegen como bienes de gran interés cultural y contenedores de la memoria colectiva. En la capital del Píamonte la mayoría de los estadios se encuentran justo al exterior de la parte antigua, comunicándose con ella mediante cortas avenidas en las que hay ubicada alguna gasolinera, pequeños comercios y casas bajas en las que viven estudiantes.

El espíritu avanzado y progresista de los turineses tiene algunas veces manifestaciones en la vida cotidiana que suelen parecerle absurdas al extranjero. Por ejemplo, las botellas de agua de cristal llevan usualmente incorporado en la etiqueta un pequeño reloj de manecillas, lo cual representa una propuesta bastante funcional, por cuanto permite ver la hora mientras se bebe agua.

Yo vivía con mi padre en una de esas casas de estudiantes y trabajaba hablando francés en uno de los estadios. La casa no estaba mal, pero era poco espaciosa, así que una mañana salí a buscar otra, para que mi viejo se encontrara más ancho. Aquel día, nada más levantarme, había bebido agua y mirado el reloj. Era mediodía.

Llegué a la playa, que estaba llena de chiringuitos construidos con cañas. Uno de aquellos chiringuitos lo regentaba un negro. Había quedado allí con mis amigos, así que le pedí una botella de vino al negrata y esperé en la barra.

Cuando llegaron mis amigos, yo estaba ya bastante borracho y era de noche. Decidimos buscar alguna zona en la que fuera de día, así que fuimos a la bahía, una parte de la ciudad que se encontraba al abrigo de unas montañas. Estuvimos unas cuantas horas en la playa, haciendo el memo, y luego nos separamos.

Procedí a dejar la playa y a meterme en las callejuelas que trepaban la ladera, por ser una parte de la ciudad que me era desconocida. Al poco de subir llegué a unas calles en las cuales era otra vez de noche. Pese a que nunca había estado allí, aquello me resultaba vagamente familiar.

Todavía ardían bastantes hogueras por las calles, si bien la mayoría se habían reducido ya a cenizas. La mayoría de las personas que me crucé tenían la piel más morena de lo que era habitual en el norte de Italia y hablaban el español de Sudaquia. Yo me hallaba bastante desorientado.

Las callejuelas, excepcionalmente rectas -cosa muy extraña si consideramos la difícil orografía del terreno, además del hecho de que los edificios fueran muy antiguos-, descendían y ascendían desde plazas rectangulares. Muchas de las casas estaban semiderruidas o totalmente en ruinas, y había algunos solares vacíos.

Miré hacia abajo, la parte de dónde procedía, intentando comprobar en qué lugar me encontraba. Comprobé que una de las callejuelas descendía hasta llegar al agua, un agua azul en la que los se reflejaban, como en una deslumbrante gema, los rayos del día. Enfrente había un pueblecito de pescadores lleno de casitas blancas, cerca de una isla. La isla era Capri, así que me encontraba en Nápoles.


Aterricé en Turín recién pasadas las seis de la tarde. Habían construido un nuevo aeropuerto, justo en mitad del centro histórico de la ciudad, arrasando con los barrios antiguos y utilizando uno de los grandes palacios barrocos como terminal.

Yo no estaba avisado de ello. Imaginaba que el aeropuerto de Turín se encontraba en el extrarradio, como ocurre en todas partes, y que sus alrededores no tenían nada especial que ofrecer al visitante, así que había decidido coger el enlace sin salir al exterior, quedándome sentado por allí, y eso pese a que faltaban unas tres horas para el embarque en mi avión. Pero al percatarme de la originalidad de aquel lugar hice todo lo posible para cambiar mi billete y retrasar la partida.

Los comercios y puestos de información se integraban admirablemente el interior de la terminal con la suntuosa decoración de oro, perlas, diamantes y mármol. El único problema era que, aunque que había información en las principales lenguas europeas, la mayoría de los paneles sólo daban la información en latín o en dialecto, con lo cual era difícil aclararse. La terminal, de gran tamaño, estaba repleta de estrechos pasillos y de escalinatas que iban a dar a cámaras ignotas, y el suelo, recubierto de terciopelo rojo, era atravesado sin cesar por una multitud de personas de todas las nacionalidades, muchas de las cuales se sentaban en sillas de plástico en las terrazas de las innumerables horchaterías.

Las enormes librerías llenas de maravillosos códices y pergaminos se abrían por doquier entre las esculturas y los artesonados de oro y diamantes; cada una de ellas dedicada a la historia literaria de uno de los pueblos de la antigüedad -existían bibliotecas con enormes colecciones de libros en hebreo, en sánscrito e incluso en arameo-. Turbado por aquel paisaje delirante y barroco equivoqué la salida, viéndome en la pista de aterrizaje principal, que tiene forma circular.

Al fondo de las pistas, varios kilómetros más allá, se encontraban alineados, sobre las suaves laderas, de tamaño similar a las pirámides egipcias, los estadios -Delle Alpi, Luis Casanova, San Ciro, Santiago Bernabeu, etc-, que de tan grandes que eran parecían estar situados a muy poca distancia. A sus lados había a medio construir grandes rascacielos.

La posición en la cual yo estaba ubicado -la parte más baja de la ciudad- me proporcionaba una magnífica panorámica del valle, en lo más alto, dejando a mis pies el colle della Maddalena, con su iglesia de dos naves industriales y sus tubos de bronce y de metal en la fachada lateral. Alrededor se agolpaban las casitas típicas piamontesas.

Como no podía atraversar las pistas, volví a la terminar para cruzarla y salir por el lado contrario. Nada más adentrarme en la ciudad, me enteré que existían zonas de espera para turistas que reproducían las condiciones de algunas regiones del mundo.

Caminé hacia la parte denominada “Comunidad Valenciana”, aunque para ello tuve que pasar de refilón por una recreación de Madrid. Se trataba de una plaza rectangular, adoquinada, rodeada de edificios del siglo XIX. En una de las esquinas, trazando una diagonal con respecto a la plaza y asomándose a ella de una forma entre tímida y brusca, estaba el Palacio de Justicia de Valencia, su principal monumento.

En la parte valenciana comencé por Gandía. Para recrearla habían utilizado la plaza de la Reina, también proviniente de la ciudad de Valencia. El visitante podía sentarse en uno de sus elegantes cafés y mezclarse con los individuos de principio de siglo que transitaban, con bastones y sombreros, entre los carruajes y los kioscos de prensa modernistas, todo ello en blanco y negro -un blanco y negro de la época en el que como un swim habían captado el Ritmo. Era un atardecer gris y llovía. Tomé algo y me dirigí hacia Castellón.

En Castellón habían utilizado por tercera vez un elemento de Valencia. Era el Hemisférico, que situaron en el centro de una enorme plaza y revistieron de una cubierta modernista con motivos florales en vidrio al estilo del Mercado Central. El resultado era bastante bueno, pues el inmenso monumento se destacaba entre los pequeños edificios del siglo pasado como algo a la vez pintoresco y actual, folclórico y sobrecogedor. La lástima era que la ciudad de Castellón sólo constara de esa magnífica plaza, ubicada en el medio de un vasto páramo.

Esa fue la última visión que precedió a mi muerte en el desierto. El sol abrasador se cernía sobre mi cabeza, y yo eché a caminar, pero no había adonde dirigirme.

Cuando llegué a Florencia-Estrasburgo alguien me dijo medio en broma que temía que yo acabara prendiendo fuego en la ciudad. Entonces me pareció un comentario bastante estúpido, pero más tarde le encontré cierto sentido.

Nada más llegar en tren, uno puede salir de la estación en metro o caminando. Si lo hace caminando, deberá coger inexorablemente una avenida que da la vuelta por abajo, dejando por encima la barandilla tras la cual se agolpan los coches aparcados en batería y los edificios limerickienses adosados a la estación. Ese camino sólo tiene interés para quien quiera disfrutar de las hermosas vistas o deba visitar un lugar cercano, pues al poco tiempo se introduce en el subsuelo y sólo se puede avanzar tomando el ferrocarril metropolitano o caminando por sus túneles.

Los túneles presentan siempre una gran animación. Siendo la región en la que se encuentra Limerick, en la cuenca del Shannon, una zona bastante fría -aunque no lo sea tanto si la comparamos con otras regiones de su misma altitud geográfica-, los habitantes desempeñan gran parte de su vida común y cotidiana dentro de los túneles, donde la temperatura se puede mantener más alta. En los túneles se encuentran la mayoría de los comercios y edificios de la ciudad, tal como ocurre en algunas de las ciudades canadienses en las cuales la gente vive bajo tierra.

Solamente quedan en el exterior la estación, la avenida que baja hasta el metro rodeándola y un pequeño núcleo situado en el otro extremo, correspondiente a la antigua zona imperial.

En cualquier caso, la ciudad no dispone de monumentos espectaculares o de calles excepcionalmente bellas, exceptuando la enorme torre de telecomunicaciones. Aún así, se puede decir que los barrios exteriores son de una fisonomía agradable y ordenada, y que el conjunto subterráneo resulta bastante llamativo.

La torre de telecomunicaciones surge desde el subsuelo, en el centro de un estadio, en el lugar donde se debería encontrar el terreno de juego. Llegué por la tarde, pues siempre es por la tarde en Florencia-Estrasburgo.

Hay que subir las típicas escaleras de graderío, que rodean al monumento, para luego llegar a unas cuerdas de mimbre que conectan el cemento de la grada con los tubos blancos. Esos tubos blancos constituyen la única parte de la torre que sobrepasa en altura al estadio y que, por lo tanto, está al aire libre y es visible desde el exterior. A partir de ahí, es necesario para ascender trepar por las cuerdas, que por ello tienen forma de enrejado.

Mi presencia en la torre coincidió con el gran incendio. Las cuerdas ardieron, llenando de humo todo los pasillos del estadio. Afortunadamente, los que se encontraban en el cenit pudieron bajar a tiempo, deslizándose por los tubos, como hacen los bomberos. No hubo que lamentar baja alguna, ni heridos de gravedad.

Varias personas me echaron la culpa del incidente, cosa que me hirió profundamente. Como no les pude sacar de su error, decidí ir a pasear por la zona imperial.

La zona imperial tiene un tamaño muy inferior al que se espera cuando uno la vislumbra por primera vez. Hay una reja verde que separa de la calzada el enorme vivero municipal, hacia el cual confluyen varias calles llenas de chalets. Por el centro baja un pequeño bulevar, que tiene un palacio en la parte peatonal. A sus pies se celebra semanalmente el famoso festival de heavy-metal. Cuando uno piensa que los edificios elegantes se prolongarán desde detrás del palacio, la ciudad se acaba súbitamente.

El último barrio de la ciudad es una pequeña zona sin urbanizar en la que se suceden enormes alcorques, dentro de los cuales están las cabañas de madera, rodeadas de árboles sin hoja.

Una chica alemana paseaba a su perro por allí. Le dije que no me gustaban los perros, y ella me contestó que lo tenía porque estaba sola y le faltaba cariño. Le cogí la mano y ella decidió abrazarme. Yo decidí quedarme a vivir allí.