martes, 26 de enero de 2010

CUENTOS JAPONESES. HATSUMODE.

Estaba anocheciendo y hacía mucho frío cuando Osui-san llegó a la estación de tren de Ishikiri para celebrar el hatsumode o tradicional peregrinación de año nuevo al santuario sintoísta. En general, a Osui le encantaban los santuarios japoneses. Construídos normalmente en los lugares más tranquilos, por ejemplo al pie de las montañas, en la profundidad de los bosques, o junto a los ríos, eran lugares en los que un podía relajarse en contacto con la naturaleza, la poca naturaleza que quedaba todavía en el mundo que le había tocado vivir. Al contrario que la mayoría de las grandes religiones, el sintoísmo, la religión ancestral del Japón, no adoraba exlusivamente a un dios, sino que cualquier elemento natural era susceptible de ser adorado y sacralizado. Por ello existía un número casi infinito de divinidades, por ejemplo un curso de agua, una montaña, una gran roca, una isla. Era una religión rara, como se decía que habían sido las religiones en tiempos inmemoriales.



De hecho, y eso es algo quizás Osui no supiera, y puede que ni siquiera le interesara, en el pasado, estos santuarios habían surgido como manifestación casi espontánea e improvisada de las creencias del pueblo, y por eso los lugares de culto habían sido en sus comienzos lugares tremendamente sencillos, constando a veces de una simple lápida conmemorativa o un pequeño altar de madera formado por dos simples troncos, junto a un sinuoso y frío camino forestal, en el que detenerse unos segundos a rezar. Aunque después el sintoísmo había crecido hasta convertirse en la religión oficial del Estado y del Emperador, y se habían construído templos enormes, y hasta la religión se había utilizado para justificar guerras, todavía quedaban santuarios entrañables de ese tipo en muchos lugares del país. No dejaba de ser curioso, precisamente, que uno de los países como que más se había ensañado con la naturaleza tuviera en su origen una religión así.



Pero además de esos santuarios de montaña o de río, existían también los santuarios de ciudad. Santuarios que en el pasado quizás hubieran tenido alguna conexión con el medio natural pero que habían sido complamente cercados por el monstruo urbano y hoy en día están totalmente rodeados de asfalto. De ese tipo, había tantísimos en Osaka, e Ishikiri jinja, el santuario de Ishikiri, era uno de ellos. Si bien, al encontrarse en un suburbio periférico, y no el centro, en la zona apenas había rascacielos, ello no impedía que a cada paso se notara esa típica sensación de estrechez de tantas grandes ciudades asiáticas. Y además, con los edificios humildes, algunos hechos de mera chatarra o de trozos de otros edificios, ascendiendo apretujados por la montaña, el barrio de Ishikiri parecía una combinación entre los cerros de Caracas y una ciudad futurista tipo Blade Runner. Y como telón del fondo, como una alfombra de luciérnagas, la propia ciudad, con sus enormes rascacielos. Un panorama hermoso y romántico digno de aquellas películas americanas de antaño. Y es que la noche era quizás el único momento en que Osaka, esa jungla de cemento sin parques ni edificios históricos, que por el día parecía más un montón de piezas de tente dejadas caer a al azar las unas sobre las otras, se convertía en una ciudad hermosa. Por lo menos cuando era contemplada desde arriba.



Después de recrearse apenas unos segundos con esa bella estampa nocturna, Osui descendió hacia el santuario con cierto nerviosismo, pero a la vez llena de optimismo y confianza. Desde tiempos inmemoriales, los japoneses seguían la tradición de acudir al santuario a rezar en año nuevo, o como más tarde el día segundo o tercero. Primero lanzaban unas monedas a la hucha de la caridad y rezaban o pedían un deseo. Luego, en la parte posterior del tiemplo, hacían una nueva donación y recibían la predicción para ese año. Si la predicción era mala, ataban el papelito en donde éste estaba escrito a la rama de un árbol, y de esa manera los malos augurios quedaban en teoría conjuradas. O al menos eso es lo que los japoneses pensaban. De cualuier forma, últimamente el sistema había cambiado y la profecía se había convertido en sentencia irrevocable e irreversible, así que de nada servía ya colgar el papel en el árbol.



Mientras avanzaba por el estrecho callejón rodeado de tiendas que hacía de antesala al recinto religioso en sí, Osui iba fijando la vista en los diversos productos tradicionales que en los escaparates se ofrecían, si bien su intención era dirigirse directamente al santuario sin comprar nada. Muchos de los comercios situados en los alrededores de Ishikiri jinja no habían cambiado en siglos y, como tantos otros negocios de los que aún quedaban en todas las ciudades y pueblos japoneses, seguían fabricando la mercancía según los métodos tradicionales del lugar, con la única diferencia de que últimamente las tareas más duras las hacían los robots. Al contrario que los robots de Umeda, Namba, Kitashinchi y Shinsaibashi, que eran los más avanzados y elegantes del mercado, la mayoría de los robots de Ishikiri estaban considerablemente oxidados y viejos, y de hecho, a muchos de ellos les faltaba algún miembro, o algunas sus piezas originales habían sido sustituidas o reparadas utilizando como recambio material desguazado o piezas de antiguos electrodomésticos, o por chatarra reciclada de los vertederos industriales. De la misma manera, algunos de los viejos que acudían al santuario para pedir una cura milagrosa también tenían implantes robóticos en su cuerpo. Pero mientras que los implantes de los ricos no desentonaban del resto del cuerpo, pues estaban confeccionados utilizando tejidos orgánicos que imitaban el color, la forma y la textura de la piel humana; los viejos de esta zona usaban implantes oxidados o piezas descartadas de otros objetos., cosa que les hacía parecer similares al Terminator meramente mecánico de la primera parte de la secuela.



Osui recordó en ese momento una conversación que había mantenido unas décadas antes, cuando acababa llegar a Japón desde su país natal, China, con un compañero de clase de japonés llamado Barata. Durante aquella conversación, Barata le había contado cómo los Estados Unidos estaban preparando avanzados robots para la guerra, incluyendo un avión no tripulado capaz de bombardear objetivos remotos mientras era controlado a miles de kilómetros de distancia, como si se tratara de un videojuego. Si todo eso le había parecido terrible, mucho peor era sin duda lo que había pasado después, cuando el nivel del mar había subido haciendo desaparecer países enteros. A menudo, Ousi se preguntaba qué habría sido de Barata y del resto de sus compañeros de clases. Llevaba décadas sin encontrarse con ninguno de ellos. Pero al fin y al cabo, tampoco sabía nada de su propia familia. Cuando las cosas se habían empezado a poner feas, había intentado por todos los medios volver a China para visitarlos. Pero en esa época ambos gobiernos habían impuesto el toque de queda, haciendo imposible entrar o salir del país. Sólo los políticos y las estrellas del pop, así como algunos multimillonarios, tenían autorización para cruzar las fronteras. Aunque no hay que olvidar a los que lo hacían ilegalmente. Cazatalentos, exhiliados políticos, inmigrantes. Gente que se jugaba su propia vida para perseguir su sueño o huir de una existencia que se había tornado pesadilla. Muchos de esos fugitivos acababan en barrios marginales como el de Ishikiri.



A Osui no le habían caído nunca bien los robots. Desde el principio, había pensado que si se llegasen a producir robots inteligentes estos se dedicarían a manipular a las personas o a exterminarlas. Pero no había sido así. En cuanto surgieron robots capaces de pensar y sentir como los humanos, lo que ocurrió es que se hicieron corrompibles y perezosos, y perdian el tiempo en actividades tan absurdas como las que hacían las personas corrientes. Así que, aunque también había robots honrados y decentes, la mayoría, o desperdiciaban su tiempo libre en el pachinko, o pensando en la manera de escaquearse del trabajo lo máximo posible, o creyéndose las mentiras que decía el gobierno, o participando en manifestaciones fascistas o buscando la forma de timar a las personas o a otros robots. Ishikiri, sin ir más lejos, tenía muy mala fama por culpa de sus carteristas, muchos de los cuales eran elllos mismos robots. Robots que en un principio habían sido diseñados hermosos e inteligentes, capaces de superar al hombre en cualquier ámbito, pero que habían acabado pervirtiéndose y perdiéndolo todo y teniendose que trasladar a buscarse la vida en lugares como Ishikiri, donde vivían los peores buhoneros, traficantes, adivinadores de mano, fugitivos e inmigrantes ilegales de países que desaparecieron bajo el océano..



Ya había casi llegado, pues al fondo se veía el torii o puerta de entrada al recinto, y la multitud que acudía al mismo había ido aumentando hasta el punto de que no se podía seguir avanzando sino muy lentamente y con la gente que iba detrás respirándote casi en la nuca. También era mayor el número de tiendas de comida tradicional que se veían a ambos lados de la calle, alineadas cada vez más apretujadamente junto con unos misteriosos comercios en los que se leía la mano. De vez en cuando, había también pequeños santurarios secundarios dedicados a divinidades menores con diversas propiedades curativas.



Al entrar en el santuario, Osui se puso a la cola de los que esperaban para hacer la donación. Pese a la gran aglomeración que había y la enorme importancia del momento, los japoneses esperaban con paciencia su turno, siguiendo ordenadamente a la persona que tenían delante y guardando escrupulosamente el orden. Ah, as buenas maneras y el orden. Una de las tradiciones japonesas que más le gustaban a Osui, y una de las pocas que no se habían perdido en esas épocas tan difíciles.



Como la fila avanzaba más rápido de lo que había pendado, tras unos quince minutos haciendo cola, Osui llegó al fin al edificio central del santuario, e, igual que hacían las demás personas, lanzó unas monedas y rezó una pequeña oración, haciéndole a Dios la misma petición que le había hecho en los últimos años desde que los océanos se habían desbordado y la vida en los territorios que no habían quedado sumergidos se había vuelto un infierno para tantas personas. En Osaka, por ejemplo, el agua se había tragado gran parte de la ciudad, de manera que ahora el puerto estaba casi en Umeda, que antes era casi el centro geofrçafico. Algunos de los rascacielos de la antigua zona portuaria se habían convertido equeños islotes que sobresalían unas decenas de metros por encima del nivel del mar.



A continuación accedió a la parte trasera del templo y se puso hacer cola en una nueva fila que partía desde de los tenderetes en los que las sacerdotisas sintoístas, con sus uniformes a lo Star Treck, controlaban que todo el mundo pagara los cien yenes que costaba el omikuji con la predicción para el nuevo año. A parte de las sacerdotisas, a Osui le llamaban la atención los guardias de tráfico que controlaban a las multitudes con sus sables láser.



Tras pagar los cien yenes, la sacerdotisa asintió con la cabeza. Osui metió la mano en la caja y rebusco entre todos los omikujis hasta atrapar al azar uno de los que se encontraban en el fondo. Si hasta entonces había estado completamente confiada en su suerte, en ese momento se le puso la piel de gallina y el corazón le empezó a latir con gran violencia. Abrió el papel en la que su suerte para este estaba escrita. Al ver lo que había escrito, lanzó un grito de alegría. Ooyorokobi. Mucha suerte. Iba a poder seguir viviendo otro año.



Desde que las cosas se habían puesto difíciles en la tierra porque el nivel de los océanos se había desbordado, tragándose naciones enteras y una parte considerable de la superficie del Japón, debido a la falta de espacio en la tierra para producir la comida y la energía suficientes para alimentar a todas las personas y a las maquines, los gobiernos habían tenido que fijar límites de población y establecer un método para no superar esos límites. En Japón, excepto una élite de artistas, personalidades destacadas del espectáculo, de la política, del pop y de la familia imperial, el resto de la población tenía que participar cada año en el sorteo en el que se determinaba quién podía seguir viviendo y que no. Bien pensado, era sin duda de una gran crueldad decidir algo tan importante como la vida o la muerte de una persona mediante un simple sorteo.



Pero Osui se consideraba así mismo una persona afortunada. Y objetivamente era cierto. Tenía gran suerte de vivir en Japón, donde al menos, gracias a la nueva administración Hatoyama, que ya llevaba 35 años en el pode, se realizaba un sorteo. Pues en su país, igual que en los Estados Unidos, el gobierno elegía directamente quién debía morir. Lo mismo que pasaría en Japón si el partido de Aso y de Koizumi se hubiera mantenido en el poder hasta entonces.



Otros cuentos japoneses del mismo autor:




-La experiencia japonesa de James Douglas Paterson

-El cuento de los 12.000 yenes.

-El cuento de los kanjis.