jueves, 19 de julio de 2007

VIAGGIO IN ITALIA

Estas vacaciones me he hecho el típico viaje hortera que dura una semana y que incluye visitas a tres o cuatro ciudades italianas. Se muestra a continuación un pormenorizado relato del viaje, relato que hace hincapié en la arquitectura de las extrañas ciudades que he visitado.

En el extremo sur de la bota, en la región de Apulia, hay una pequeña ciudad en la que los blancos chalets, cercados por perfectos setos, poseen hermosos jardines con vegetación tropical y exuberante: higueras, palmeras datileras, cocoteros, etc.

La costa está llena de pinos de gigantesco tamaño. Desde allí se ve claramente el litoral griego, luminoso y accidentado, que se encuentra a unos pocos metros y donde destacan algunas iglesia ortodoxas, con cúpulas bien equilibradas.

Las comunicaciones están basadas principalmente en el transporte por ferrocarril. Una vía del tren hacia el norte y una de metro hacia el oeste son las dos únicas maneras de abandonar la ciudad.

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Interesado por la forma de vida de los habitantes de tan singular región, decidí matricularme en la escuela municipal, con el objetivo de conocer los métodos pedagógicos imperantes en la zona. Las aulas se encontraban bastante llenas, siendo lo más destacable el alto número de chicas y de ancianos que estudiaban en ellas.

En un principio mis compañeros me trataron con cierta frialdad. Les sorprendió mi gramática hebrea mágica, con sus hologramas de color rojo penetrante, pues era algo de lo que no habían sabido nunca. Hay que tener en cuenta que mis conocimientos de la lengua italiana eran por entonces bastante limitados, cosa que me impidió hacerme entender de una forma razonable.

Luego, el mismo libro que había sido causa de extrañeza se convirtió en motivo de interés y de admiración, tanto por parte de los alumnos como por parte de la profesora; así que no tuvieron reparos en compartir conmigo unas cuantas de esas jarras llenas de ese licor de naranja, maravilloso y extraño, que aquellos italianos utilizan durante la clase para emborracharse, y hacer así el estudio más llevadero.

Turín es una de las ciudades industriales más innovadoras del viejo continente. Una práctica que se realiza con asiduidad es la de contratar a personas de toda Europa -normalmente estudiantes o gente joven de mundo-, para ponerlas a vivir en estadios de fútbol abandonados y así mantener vivos esos vestigios del pasado glorioso. Pues así como el Panteón, el Foro y el Coliseo son algunos de los emblemas de las edades imperiales, también en Turín y Roma y en otras ciudades los santuarios del fútbol se veneran y se protegen como bienes de gran interés cultural y contenedores de la memoria colectiva. En la capital del Píamonte la mayoría de los estadios se encuentran justo al exterior de la parte antigua, comunicándose con ella mediante cortas avenidas en las que hay ubicada alguna gasolinera, pequeños comercios y casas bajas en las que viven estudiantes.

El espíritu avanzado y progresista de los turineses tiene algunas veces manifestaciones en la vida cotidiana que suelen parecerle absurdas al extranjero. Por ejemplo, las botellas de agua de cristal llevan usualmente incorporado en la etiqueta un pequeño reloj de manecillas, lo cual representa una propuesta bastante funcional, por cuanto permite ver la hora mientras se bebe agua.

Yo vivía con mi padre en una de esas casas de estudiantes y trabajaba hablando francés en uno de los estadios. La casa no estaba mal, pero era poco espaciosa, así que una mañana salí a buscar otra, para que mi viejo se encontrara más ancho. Aquel día, nada más levantarme, había bebido agua y mirado el reloj. Era mediodía.

Llegué a la playa, que estaba llena de chiringuitos construidos con cañas. Uno de aquellos chiringuitos lo regentaba un negro. Había quedado allí con mis amigos, así que le pedí una botella de vino al negrata y esperé en la barra.

Cuando llegaron mis amigos, yo estaba ya bastante borracho y era de noche. Decidimos buscar alguna zona en la que fuera de día, así que fuimos a la bahía, una parte de la ciudad que se encontraba al abrigo de unas montañas. Estuvimos unas cuantas horas en la playa, haciendo el memo, y luego nos separamos.

Procedí a dejar la playa y a meterme en las callejuelas que trepaban la ladera, por ser una parte de la ciudad que me era desconocida. Al poco de subir llegué a unas calles en las cuales era otra vez de noche. Pese a que nunca había estado allí, aquello me resultaba vagamente familiar.

Todavía ardían bastantes hogueras por las calles, si bien la mayoría se habían reducido ya a cenizas. La mayoría de las personas que me crucé tenían la piel más morena de lo que era habitual en el norte de Italia y hablaban el español de Sudaquia. Yo me hallaba bastante desorientado.

Las callejuelas, excepcionalmente rectas -cosa muy extraña si consideramos la difícil orografía del terreno, además del hecho de que los edificios fueran muy antiguos-, descendían y ascendían desde plazas rectangulares. Muchas de las casas estaban semiderruidas o totalmente en ruinas, y había algunos solares vacíos.

Miré hacia abajo, la parte de dónde procedía, intentando comprobar en qué lugar me encontraba. Comprobé que una de las callejuelas descendía hasta llegar al agua, un agua azul en la que los se reflejaban, como en una deslumbrante gema, los rayos del día. Enfrente había un pueblecito de pescadores lleno de casitas blancas, cerca de una isla. La isla era Capri, así que me encontraba en Nápoles.


Aterricé en Turín recién pasadas las seis de la tarde. Habían construido un nuevo aeropuerto, justo en mitad del centro histórico de la ciudad, arrasando con los barrios antiguos y utilizando uno de los grandes palacios barrocos como terminal.

Yo no estaba avisado de ello. Imaginaba que el aeropuerto de Turín se encontraba en el extrarradio, como ocurre en todas partes, y que sus alrededores no tenían nada especial que ofrecer al visitante, así que había decidido coger el enlace sin salir al exterior, quedándome sentado por allí, y eso pese a que faltaban unas tres horas para el embarque en mi avión. Pero al percatarme de la originalidad de aquel lugar hice todo lo posible para cambiar mi billete y retrasar la partida.

Los comercios y puestos de información se integraban admirablemente el interior de la terminal con la suntuosa decoración de oro, perlas, diamantes y mármol. El único problema era que, aunque que había información en las principales lenguas europeas, la mayoría de los paneles sólo daban la información en latín o en dialecto, con lo cual era difícil aclararse. La terminal, de gran tamaño, estaba repleta de estrechos pasillos y de escalinatas que iban a dar a cámaras ignotas, y el suelo, recubierto de terciopelo rojo, era atravesado sin cesar por una multitud de personas de todas las nacionalidades, muchas de las cuales se sentaban en sillas de plástico en las terrazas de las innumerables horchaterías.

Las enormes librerías llenas de maravillosos códices y pergaminos se abrían por doquier entre las esculturas y los artesonados de oro y diamantes; cada una de ellas dedicada a la historia literaria de uno de los pueblos de la antigüedad -existían bibliotecas con enormes colecciones de libros en hebreo, en sánscrito e incluso en arameo-. Turbado por aquel paisaje delirante y barroco equivoqué la salida, viéndome en la pista de aterrizaje principal, que tiene forma circular.

Al fondo de las pistas, varios kilómetros más allá, se encontraban alineados, sobre las suaves laderas, de tamaño similar a las pirámides egipcias, los estadios -Delle Alpi, Luis Casanova, San Ciro, Santiago Bernabeu, etc-, que de tan grandes que eran parecían estar situados a muy poca distancia. A sus lados había a medio construir grandes rascacielos.

La posición en la cual yo estaba ubicado -la parte más baja de la ciudad- me proporcionaba una magnífica panorámica del valle, en lo más alto, dejando a mis pies el colle della Maddalena, con su iglesia de dos naves industriales y sus tubos de bronce y de metal en la fachada lateral. Alrededor se agolpaban las casitas típicas piamontesas.

Como no podía atraversar las pistas, volví a la terminar para cruzarla y salir por el lado contrario. Nada más adentrarme en la ciudad, me enteré que existían zonas de espera para turistas que reproducían las condiciones de algunas regiones del mundo.

Caminé hacia la parte denominada “Comunidad Valenciana”, aunque para ello tuve que pasar de refilón por una recreación de Madrid. Se trataba de una plaza rectangular, adoquinada, rodeada de edificios del siglo XIX. En una de las esquinas, trazando una diagonal con respecto a la plaza y asomándose a ella de una forma entre tímida y brusca, estaba el Palacio de Justicia de Valencia, su principal monumento.

En la parte valenciana comencé por Gandía. Para recrearla habían utilizado la plaza de la Reina, también proviniente de la ciudad de Valencia. El visitante podía sentarse en uno de sus elegantes cafés y mezclarse con los individuos de principio de siglo que transitaban, con bastones y sombreros, entre los carruajes y los kioscos de prensa modernistas, todo ello en blanco y negro -un blanco y negro de la época en el que como un swim habían captado el Ritmo. Era un atardecer gris y llovía. Tomé algo y me dirigí hacia Castellón.

En Castellón habían utilizado por tercera vez un elemento de Valencia. Era el Hemisférico, que situaron en el centro de una enorme plaza y revistieron de una cubierta modernista con motivos florales en vidrio al estilo del Mercado Central. El resultado era bastante bueno, pues el inmenso monumento se destacaba entre los pequeños edificios del siglo pasado como algo a la vez pintoresco y actual, folclórico y sobrecogedor. La lástima era que la ciudad de Castellón sólo constara de esa magnífica plaza, ubicada en el medio de un vasto páramo.

Esa fue la última visión que precedió a mi muerte en el desierto. El sol abrasador se cernía sobre mi cabeza, y yo eché a caminar, pero no había adonde dirigirme.

Cuando llegué a Florencia-Estrasburgo alguien me dijo medio en broma que temía que yo acabara prendiendo fuego en la ciudad. Entonces me pareció un comentario bastante estúpido, pero más tarde le encontré cierto sentido.

Nada más llegar en tren, uno puede salir de la estación en metro o caminando. Si lo hace caminando, deberá coger inexorablemente una avenida que da la vuelta por abajo, dejando por encima la barandilla tras la cual se agolpan los coches aparcados en batería y los edificios limerickienses adosados a la estación. Ese camino sólo tiene interés para quien quiera disfrutar de las hermosas vistas o deba visitar un lugar cercano, pues al poco tiempo se introduce en el subsuelo y sólo se puede avanzar tomando el ferrocarril metropolitano o caminando por sus túneles.

Los túneles presentan siempre una gran animación. Siendo la región en la que se encuentra Limerick, en la cuenca del Shannon, una zona bastante fría -aunque no lo sea tanto si la comparamos con otras regiones de su misma altitud geográfica-, los habitantes desempeñan gran parte de su vida común y cotidiana dentro de los túneles, donde la temperatura se puede mantener más alta. En los túneles se encuentran la mayoría de los comercios y edificios de la ciudad, tal como ocurre en algunas de las ciudades canadienses en las cuales la gente vive bajo tierra.

Solamente quedan en el exterior la estación, la avenida que baja hasta el metro rodeándola y un pequeño núcleo situado en el otro extremo, correspondiente a la antigua zona imperial.

En cualquier caso, la ciudad no dispone de monumentos espectaculares o de calles excepcionalmente bellas, exceptuando la enorme torre de telecomunicaciones. Aún así, se puede decir que los barrios exteriores son de una fisonomía agradable y ordenada, y que el conjunto subterráneo resulta bastante llamativo.

La torre de telecomunicaciones surge desde el subsuelo, en el centro de un estadio, en el lugar donde se debería encontrar el terreno de juego. Llegué por la tarde, pues siempre es por la tarde en Florencia-Estrasburgo.

Hay que subir las típicas escaleras de graderío, que rodean al monumento, para luego llegar a unas cuerdas de mimbre que conectan el cemento de la grada con los tubos blancos. Esos tubos blancos constituyen la única parte de la torre que sobrepasa en altura al estadio y que, por lo tanto, está al aire libre y es visible desde el exterior. A partir de ahí, es necesario para ascender trepar por las cuerdas, que por ello tienen forma de enrejado.

Mi presencia en la torre coincidió con el gran incendio. Las cuerdas ardieron, llenando de humo todo los pasillos del estadio. Afortunadamente, los que se encontraban en el cenit pudieron bajar a tiempo, deslizándose por los tubos, como hacen los bomberos. No hubo que lamentar baja alguna, ni heridos de gravedad.

Varias personas me echaron la culpa del incidente, cosa que me hirió profundamente. Como no les pude sacar de su error, decidí ir a pasear por la zona imperial.

La zona imperial tiene un tamaño muy inferior al que se espera cuando uno la vislumbra por primera vez. Hay una reja verde que separa de la calzada el enorme vivero municipal, hacia el cual confluyen varias calles llenas de chalets. Por el centro baja un pequeño bulevar, que tiene un palacio en la parte peatonal. A sus pies se celebra semanalmente el famoso festival de heavy-metal. Cuando uno piensa que los edificios elegantes se prolongarán desde detrás del palacio, la ciudad se acaba súbitamente.

El último barrio de la ciudad es una pequeña zona sin urbanizar en la que se suceden enormes alcorques, dentro de los cuales están las cabañas de madera, rodeadas de árboles sin hoja.

Una chica alemana paseaba a su perro por allí. Le dije que no me gustaban los perros, y ella me contestó que lo tenía porque estaba sola y le faltaba cariño. Le cogí la mano y ella decidió abrazarme. Yo decidí quedarme a vivir allí.

LA PLAYA DE COLORES/ PARAMILITARES EN LA MALVA/ TRENS SENSE DESTINASIÓ

En la playa de colores había un hermoso partenón azul, pero los especuladores se lo cargaron para levantar un abominable mamotreto hortera que rompe totalmente la estética de la zona, con su estilo que parece sacado de la serie ochentera Miami-Vice. Había también una línea de casas tradicionales de pescadores, pero se las cargaron para dejar un inmenso solar abandonado, que recuerda a la ciudad de Beirut después de se bombardeada por las tropas de la ONU. Nadie dijo nada al respecto.

Estaba con unos amigos en la playa de la Malvarosa, tomando unas chelas junto a Poseidón. Chelas totalmente civilizadas, por supuesto; discretas latas de tenis en una neverita, para honrar al dios del mar y animarlo educadamente; chicos y chicas sentados alrededor de la chela, sin insultar ni gritar, ni quemar nada ni matar a nadie; tirando las latas vacías a la papelera; debatiendo animadamente axiomas filosóficos, teorías científicas de tanta complejidad que no las reproduzco aquí porque el pueblo llano jamás las entendería.

Precisamente una de mis hermosas e inteligentes amigas estaba realizando una interesante disquisición sobre las estructuras paralelísticas en la poesía provenzal del siglo XIV y su influencia en los sonetistas culteranos del siglo de oro español. Entonces se nos acercó un miembro de la cruz roja y nos pidió que dejáramos de chumar chela o que daría parte a la policía. Lo bueno es que la playa de la Malvarosa está llena de chiringuitos dentro de la arena, a escasos metros del mar, que no sólo venden cerveza a precios abusivos, sino que además la mayoría de ellos están patrocinados por cerveza Águila Amstel, y muestran inmensos logotipos de dicha marca, como haciendo apología de algo que para la ya mencionada cruz está muy mal.

Yo creía que la antedicha cruz era una institución benéfica y solidaria, que se dedicaba a ayudar a los más necesitados en países atrasados como Afganistán o los Estados Unidos; países que por desgracia y por circunstancias históricas diversas no están tan desarrollados como el nuestro y carecen incluso de seguridad social. Pues no, mientras los medios de desinformación nos taladraban con propaganda a cerca de lo buenos que son los de la cruz y cómo se desviven por los niños de color negro, esta respetable institución se ha ido convirtiendo gradualmente en un grupo paramilitar ligado a los tejemanejes mafiosos de Rita Barberá, el Mossad, la CIA, Zaplana, Bernie Ecclestone y la copa América.

Actualmente, la única función de esa cruz es perseguir suelistas, prender fuego a los ocupas, increpar a los pordioseros y arrojar a los inmigrantes al río con una catapulta de madera, o bien ponerles trajes militares de camuflaje para que sean invisibles para los pijos que vienen por la copa América (Pero no a los francotiradores, que como todo el mundo sabe, cuentan en la actualidad con miras telescópicas guiadas por rayos láser). Lo de las labores altruistas es ya mera propaganda.

Eso después de estar 25 minutos atrapado en la nueva estación de tranvía, esperando un enlace en la nova estasió de Marítim-Serrería. Y menos mal, como se dijo hasta la saciedad durante la inauguración de esa estación, que era un enlace inmediato y no había esperas. El segundo tren estaba ya preparado cuando llegaba el anterior, cambiabas en un segundo y te ibas enseguida.

Por supuesto. Casi una hora y media para llegar desde Ángel Guimerá hasta Poseidón. Podía haber ido a Castellón y haber vuelto. Podía haberme ido a pasar el día a Cuenca. Podía haberme suicidado. Tras salir nada más comer acabé temiendo que se hiciera de noche antes de llegar a la playa. Al final, cuando llegué, no era de noche, pero ya hacía algo de frío y el sol no pegaba, y las milicias blaveras de la muerte patrullaban a su antojo por aquel paisaje post-apocalíptico y enigmático.Parece ser que la nueva política de nuestra administración local es inaugurar nuevas líneas de tren pero sin poner nuevos trenes ni conductores. Creo que incluso ya hemos llegado al punto en el que hay más líneas que trenes. Espero que no sigan ese proceder en todos los servicios públicos. Trenes sin conductor. Líneas de metro sin trenes. El siguiente paso, ¿hospitales sin médico? Pero por supuesto, el hospital más grande de Europa. Perque som els millors.

Si lo que queremos es siempre tener lo que sea, pero el lo que sea más grande de Europa, ¿por qué no construimos un puente sobre el Turia pero en horizontal, que vaya desde Mislata hasta el mar Mediterráneo? O mejor aún, peatonalicemos el mar Mediterráneo y luego declarémoslo urbanizable.

Y luego, dentro del tranvía había un extraño panel que reproducía el inquietante mensaje: "Tren amb destinació". Supongo que tuve suerte de coger el tren con destino. Coger un tren "sense destinació" en una ciudad gobernada por el PP debe de ser una auténtica ruleta rusa. Perfectamente puedes acabar en el fondo del mar o empotrado contra el Papa nazi en la Plaza de San Pedro.

Estoy seguro de que la muestra era representativa y el 60 por ciento de los tarados que estaban en ese tranvía a Cuenca votaron al PP en las últimas elecciones locales (Es decir, el clásico español normal: !pobre y encima de derechas!). Estoy seguro de que en aquella ocasión (y no sería la primera ni la última) despotricaron contra la mala calidad del servicio público del que eran usuarios en aquellos momentos. Lo surrealista del asunto es que la gente parece no darse cuenta de que ambas cosas están relacionadas. Si los trenes funcionan fatal es porque el mundo es así, no porque gobierna un partido de especuladores inmobiliarios.Esta anécdota del tren no es aislada. Quizás otro día relate mis intentos de llegar a la playa utilizando la línea 4, y mis tardes perdidas, a cuarenta grados a la sombra, en los áridos páramos del barrio de Benimaclet.

Nunca consigo explicarme cómo una ciudad que fue capital de la República, que durante la transición voto en masa comunista y sociata y salió a la calle con cuatribarradas para exigir un estatuto de autonomía, ha ido degenerando hasta convertirse poco a poco en esta ciudad de pin y pon gobernada por barbies y marujas y por sus maridos los especuladores inmobiliarios y sus nietos de los escuadrones blaveros de la muerte.

Si alguien tiene alguna explicación que me la diga, porque yo no tengo ni la más remota idea.