martes, 23 de octubre de 2007

LAS ALUCINACIONES (O EROS PLUTO Y LA VAMPIRESA)

Una noche, en compañía de mis amigos no-muertos, ascendí por una misteriosa escalera y llegué hasta el fuerte de madera que utilizan los vampiros como cuartel general. Paseamos durante unas horas, bajo las estrellas que irradiaban todo el calor de un país tropical, ente las altas almenas, que eran como miradores a una galaxia vasta y desolada. Fue poco antes de la guerra entre vampiros, y de alguna una forma parecida a como los indios oyen a mucha distancia, pegando la oreja al suelo, los pasos de la caballería enemiga que se les acerca, podía percibirse en el aire el lejano retumbar de la batalla al acecho. (Quizá por ello, o debido a que probablemente no me volverían a ver si perdían la guerra, me pidieron que me quedara y que me convirtiera en uno de ellos, cosa que por supuesto rechacé, pues no va con mi auténtica naturaleza, si bien tuve que hacer un gran esfuerzo para no ser persuadido, ya que los vampiros, que son por lo general grandes oradores, utilizaron poderosísimos argumentos para convencerme, tentando a mi alma con todos placeres que la vida eterna y fuerte puede ofrecer)

Pero he aquí que una hermosa vampiresa mulata llamada Cristina, a la cual yo ya conocía de la infancia, intentó dominarme como sólo los vampiros y las mujeres pueden hacer, pues empezó a agitar imperceptiblemente su cuerpo pequeño y flexible y a ponerlo a vibrar con las estrellas y con la noche caribeña, hasta el punto que todas las cosas, incluido yo mismo, comenzaron a dar vueltas y a volar alrededor de su cuerpo, que sólo se encontraba oculto por una capa roja y negra que le cubría la parte de atrás. Nunca supe si era ella la que daba vueltas o era el universo a su alrededor, pero mientras clavaba su mirada llorosa sobre mis ojos y rozaba sus menudos pechos y sus oscuros pezones con el dedo, conseguía que el aire hirviera lenta y pesadamente con un dulce ruego, como la lava de un volcán, y que la noche se reflejara en su cándido rostro como un enorme lucero caliente, sin dejar de pedirme que la tomara y ofreciéndome su cuerpo y su voluntad para siempre si aceptaba convertirme en un vampiro. Apoyó sus rodillas en el suelo, hizo desaparecer su capa y, entonces, con el rostro pegado al pavimento, levantó su trasero hacia mí, haciéndome volar, como un espíritu por una nada resbaladiza, a través de sus resplandecientes muslos, a través de su sexo imberbe, a través del espacio infinito y nocturno y a través de todo su cuerpo. Sus susurros recorrían el firmamento y retumbaban en mis oídos, como suaves y pesadas campanas, como gemidos roncos y lascivos, casi infantiles. Yo me notaba a punto de estallar.

Entonces comenzó la guerra y todos los vampiros desaparecieron para acudir a sus posiciones. Yo descendí hacia el patio central en el que se encontraban las enormes jaulas, pero como el movimiento se ralentizó igual ocurre en las pesadillas, tardé en bajar seis peldaños más de un minuto. Me di cuenta de que las demás criaturas se movían a una velocidad semejante a la mía, pero los cazadores de vampiros -especie de verdes orcos protegidos con cibernéticas corazas- llevaban una pequeña ventaja que resultaba determinante: los vampiros estaban siendo exterminados -mutilados sin piedad-. Entonces vi que una de las sádicas criaturas me seguía a unos cuatro metros de distancia, apuntándome con su ametralladora, e intenté correr más, pero la motricidad era demasiado pesada en aquella situación onírica. Me giré y levanté los brazos. Me dejaron marchar.

Poco después me encontraba en el exterior de un colegio, sentado en un columpio, bajo un cielo ni nublado ni despejado, en una tarde ni fría ni caliente, ni triste ni contento, con dos compañeros de la infancia -ni amigos ni desconocidos-, algo inquieto, algo seguro -con la seguridad de quien ha sentido lo Atroz-, hablando acerca de ninguna cosa.