domingo, 6 de diciembre de 2009

CUENTOS JAPONESES. LA EXPERIENCIA JAPONESA DE JAMES DOUGLAS PATERSON

James Douglas Paterson era un americano más, un americano inculto e imbécil como cualquier otro, el tipo de persona que en plena crisis financiera creía que el problema de su país era simplemente que se habían vuelto demasiado blandos. Pues según Paterson, en los últimos tiempos se estaban amariconando hasta el punto de comportarse como una nación socialista europea de poca monta y por eso les iba así de mal; no trataban a los iraníes y a los cubanos con la dureza que se merecían y con esa actitud se les estaba subiendo todo el mundo a las barbas. Y ahora ese tal Hugo Chávez, que se había aliado con los terroristas islámicos para extender su dictadura populista por todo el mundo y para romper la Comunitat de Michigan. Era obvio que necesitaban un Chuck Norris o un Schwartzenager de presidente, en vez de un presidente tan simpático.

Había que ser más verdaderamente americanos. Bajar más los impuestos, retirar más fondos de las escuelas públicas, invertir en armas más mortíferas, desregular las bolsas, más privatizaciones, producir coches más grandes y más contaminantes, extender los privilegios de las aseguradoras. O si no los chinos o los norcoreanos o los sandinistas serían los próximos dueños del mundo. Últimamente no estaban matando suficientes afganos, ni estaban practicando la tortura tanto como era necesario, ni casi promovían golpes de Estado, y por eso la economía ya no funcionaba tan bien como antes.

Sin ir demasiado lejos, su ciudad, Detroit, era ya tan peligrosa como cualquier gran ciudad de América Latina. Más del sesenta por ciento de la población la había abandonado en las últimas décadas, dejando un panorama desolador, con descampados y casas en ruinas por todas partes y una delincuencia galopante. El sueño americano se había convertido en pesadilla. Hacía falta un verdadero héroe que hiciera despertar a América.

Como cualquier yaqui normal, incluyendo varios de los presidentes, lo que le más gustaba hacer los fines de semana a James Douglas Paterson era tumbarse en el sillón a tirarse birras por encima de la cabeza y a ver partidos de béisbol. Apenas salía de casa, excepto para ir al trabajo o al centro comercial, y siempre en su enorme todoterreno Cadillac descapotable 4x4 y parando a mitad camino en el Krustiburger. La única excepción a su habitual sedentarismo era la visita de todos los sábados por la noche, acompañado por su chica, al parque de atracciones semiabandonado de la ciudad; parque de atracciones que, por otra parte, como todos lo parques de atracciones de América, había sido construído encima de un antiguo cementerio indio de animales domésticos.

Aquella noche, en el parque de atracciones, Paterson había discutido con su chica porque ésta quería montar en el Túnel del Amor, mientras que él prefería alguna atracción que implicara la destrucción, algo para hombres y no para mariquitas, a ser posible la destrucción de comunistas malvados de los que odian Michigan porque nos tienen envidia. Ah, esos comunistas bolivianos. Querían romper los Estados, movidos por el odio a nuestra Constitución y a nuestra libertad de prensa.

Así que habían acabado yéndose por separado, y mientras iba deambulando en solitario por el parque, Paterson maldecía para sí mismo contra su chica, contra Fidel Castro y contra todos los niños cubanos que habían sobrevivido al embargo. En su ruta de maldiciones, en un rincón de la feria, acababa de descubrir una atracción nueva, una extraña atracción de feria llamada "La experiencia japonesa de James Douglas Paterson".

No le sonaba que esa atracción estuviera allí la vez anterior, y además había sin duda algo extraño y misterioso en ella que no acababa de identificar claramente. En cualquier caso, no le vendría mal un poco de acción a la japonesa, con ninjas, karaokes, sushi, karatekas y con robots del futuro. Así que, sin pensarlo dos veces, James Douglas Paterson compró el voleto al viejo japonés y se subió en el tren misterioso, el cual arrancó unos minutos después hacia lo desconocido,con Paterson como único pasajero.

Al cabo de una hora o así, el tren se detuvo, y se abrieron automáticamente las puertas. Paterson se vio en un pequeño y hermoso pueblo japonés de montaña. Si bien no disfrutó de su belleza, ya que seguía esperando la aparición de los ninjas y de los robots. Al fin y al cabo se trataba de una experiencia japonesa.

A su frente no había sino una enorme puerta de madera, detrás de la cual comenzaban a ascender por la montaña unas escaleras, también de madera, cubiertas por un artesonado labrado con motivos tradicionales. Las pasarela seguía ascendiendo indefinidamente hasta perderse en el horizonte. Patterson pensó que por allí podría llegar al lugar en el que se encontraban los robots y los karatekas, así que comenzó la ascensión.

Paterson no era el único visitante que subía por aquellas misteriosas escaleras, pues había un gran número de turistas japoneses: parejas, familias con hijos, grupos de ancianos, etc.; además de unos pelegrinos vestidos de blanco que paraban de vez en cuando a tomar aire apoyados en sus bastones de madera. También se cruzaban a veces con gente que al parecer ya había completado el recorrido y bajaba hacia la puerta inicial con el ánimo ligero.

Paterson no hacía caso a los pelegrinos, ni se fijaba tampoco en las maravillosas esculturas de madera de cedro que, talladas por fabulosos artesanos anónimos, decoraban la formidable pasarela que rodeaba la escalera. Poco a poco, los árboles de alrededor de la pasarela habían ido cambiando de color, tornándose sus hojas en intensísimos azules, amarillos, morados, violetas y naranjas. Los japoneses se agolpaban a ambos lados de la escalera para contemplar ese extraño fenómeno del cambio de color de las hojas, haciendo fotos por doquier. Todo el mundo parecía extremadamente feliz.

Paterson no le encontraba la gracia al asunto, y empezó a considerar la posibilidad de que le hubieran tomado el pelo. Intentó hablar con los japoneses para aclarar su situación, pero la mayoría no le hacían caso. Unos pasaban simplemente de largo, otros se disculpaban por no ser capaces de hablar inglés, otros le hablaban directamente en japonés, intentando entenderle por unos minutos, otros le sonreían. Pero en realidad nadie parecía ser capaz de comunicarse con Paterson, o simplemente no querían hacerlo. Los niños se reían de él y le señalaban con el dedo diciendo: !gaijin gaijin!.

Seguían subiendo. La escalera parecía no tener fin y además cada vez hacía más frío. Aunque los japoneses, incluso los de mayor edad, iban con expresión serena y tranquila, como si apenas sintieran el esfuerzo de la subida, y eso que parecía que hubieran subido varios kilómetros, a Paterson le costaba cada vez más remontar cada peldañom, y de hecho le producía gran rabia el hecho que unos simples no americanos fueran más resistentes que él. De repente empezó a nevar. Primero ligeramente y luego con gran intensidad, la nieve se fue amontonando a ambos lados del misterioso pasillo.

Un frío húmedo e intenso hacía que los dedos de Paterson se volvieran crujientes como rosquilletas. La altura a la que se amontonaba la nieve seguía aumentando, el viento se colaba entre los poros de la piel, congelando hasta el interior del cuerpo. En un momento dado, el misterioso pasillo de madera estaba casi sepultado, pues la nieve rodeaba la pasarela formando una pared a su alredededor. Si seguía nevando, quedarían enterrados y se asfixiarían. Pero el resto de los japoneses parecían no darse cuenta y proseguían su excursión dominical como si nada.

El aire empezaba a ser cada vez más difícil de respirar, y las botas de tejano de Paterson empezaban a pesarle demasiado. Estaba tiritando y su piel se había vuelto casi azul: iba a morir si nadie hacía nada por él. Pero ninguno de los japoneses que seguían subiendo y bajando por la pasarela parecía darse cuenta.

Y cuando parecía que Paterson no iba a poder seguir subiendo, ni si quiera viviendo, los rayos de sol comenzaron a asomar por encima de la blanca pared de nieve y poco a poco fueron también horadándola, haciéndola así desaparecer instantáneamente, como una letanía lejana justo después de ser olvidada. Poco a poco el verde sustiruyó al blanco, los viejos sonrieron, y Paterson respiró aliviado. Y aunque no se puede decir que estuviera de buen humor, por lo menos ya no iba por ahí con cara de quererle pegar una patada a cada niño que veía. Había empezado a dudar sobre la posibilidad de encontrar arriba los ninjas, los robots, las gheisas y los karatekas, pero la curiosidad y el hecho de ver a tanta gente subiendo y bajando le movían a seguir avanzando por las larguísimas escaleras.


Poco a poco la montaña había también ido cambiando de color hasta hacerse rosa. Primero sólo las hojas de los árboles, pero luego también la montaña en sí, los ríos, y también el aire, se hicieron de ese color. Los niños y los viejos fueron los primeros en percibir el cambio, luego las marujas, luego las chicas jóvenes, después el resto de los japoneses, y al final Paterson, que sólo se dio cuenta cuando ya incluso el cielo parecía rosa.

Todo el mundo se agolpó a ambos lados del camino. Muchos sacaron cerveza de sus mochilas, otros incluso pequeñas barbacoas. El bosque de alrededor del templo se animó con cientos de personas llegadas de no se sabe donde. Parecía como si se hubieran vuelto todos locos de repente, como si se les hubieran olvidado todas las normas.


Paterson no se dejó contagiar por el jolgorio. No quería beber cerveza, ni mezclarse con la gente. Sólo le interesaba seguir subiendo, averiguar qué es lo que habría arriba del todo, por qué había tanta gente congregada si no había gheisas ni luchadores de shumo ni karatekas. Gradualmente iba haciendo más calor, el rosa de la montaña se tornó otra vez en verde, el ambiente festivo se fue templando hasta devenir mera jovialidad vespertina.


Hasta que el calor y la humedad se fueron haciendo casi insoportables, y a Paterson se le hizo casi imposible continuar avanzando. Pero ya quedaba poco para la cima, estaba seguro, en cuanto llegara arriba podría tomarse una cerveza fresca. Aunque no fuera una Bud, una cerveza japonesa tampoco estaría mal, necesitaba urgentemente una chela fresca.

Así que Paterson se esforzó por seguir subiendo, pese a que el calor ya casi le mataba. Más que andar, se iba arrastrando, y casi había perdido el juicio. En un momento dado, le parecio que todos los elementos a alrededor suyo se estaban derritiendo materialmente, como si fueran cirios. Eso fue justo antes de constatar que ya no sólo estaba sudando la gota gorda sino que literalmente se estaba deshidratando y parecía que fuera a desaparecer.


James Douglas Parterson avanzaba ya sin saber a dónde iba, impulsado por una fuerza elemental y ciega. Un torbellino de imágenes le vinieron a la cabeza: se vio a sí mismo de pequeño disfrutando con las películas de Rambo; vio a su primera novia y a la última de ellas; vio a Gadafi y a Fidel Castro; vio el ataque a las torres gemelas. En ese momento todo se confundió en su mente. Caminando por un simple pasaje hacia el infierno, entre llamas que habían devorado totalmente el paisaje y a todos sus habitantes, su conciencia se disipó, dejando el camino preparado para la llegada de de la muerte.

Cuando recobró el sentido, se encontraba sentado en la puerta del templo. Estaba anocheciendo y el aire se había vuelto fresco, mas como recuerdo de su anterior agonía le quedaba una desagradable sensación de sequedad en la garganta. Por suerte, había una maquina de cerveza en un rincón junto al templo, y aunque estaba apagada, Paterson pudo pedirle una lata directamente a un monje que salía en esos momentos del templo. Al parecer, habían desaparecido ya todas las barreras lingüísticas, porque sus palabras habían sido entendidas.

El monje le miró por un instante de manera confiada y tranquila, para a continuación reprocharle con un tedioso circunloquio la inconveniencia de su petición. Luego, en una larga exposición, le explicó toda la historia de Japón desde edades inmemoriales, desde la época en que construían una especie de pirámides para enterrar a sus reyes, y le hizo saber sin levantar un ápice la voz que los monjes budistas japoneses odiaban con todas sus fuerzas a los Estados Unidos, y que llevaban décadas rezando para que su país fuera algún día más fuerte que el país de Robertson, y así poder vengarse de los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki arrasando todo Estados Unidos con armas nucleares.

El monje se retiró a sus aposentos después del larguísimo discurso, no sin antes indicar a Paterson donde se encontraba la habitación de los huéspedes, lugar donde debería pasar a la noche si no quería morir a la intemperie. Después de descansar a sus achas -terminó el monje-, por la mañana, cuando abrieran la cantina del templo, podría comprar una chela o cuantas le viniera la gana, pero a esas horas era imposible porque, como rezaba el cartel, el servicio del bar había terminado a las cinco. En ese momento, Paterson entendió Japón por primera vez en su vida.

Otros cuentos japoneses del mismo autor:

-El cuento de los 12.000 yenes.
-El cuento de los kanjis.

2 comentarios:

Manuel Bustabad - Vagón de Cola dijo...

Bonito cuento. Eso sí, le falta sangre para ser comercial. No tendrá usted fácil venderlo.

Un abrazo.

Elvar dijo...

Bueno, siento llevarle la contraria, pero se me ha ocurrido una forma fácil de poder venderlo.

Comprarlo yo.

UN SALUDO!