martes, 2 de noviembre de 2010

CUENTOS JAPONESES: 3050, RESCATE DE MÍ MISMO EN TOKIO

Año 3050. Gracias al desarrollo de la robótica, de la nanotecnología y de la biotecnología, Tokio se había convertido en la ciudad más grande que el hombre hubiera jamás levantado, con una población de cientos de millones de habitantes y con rascacielos de miles de pisos de altura que se podían ver incluso desde algunas partes de China.



Era una ciudad tan descomunal que a su lado cualquier fantasía de ciencia ficción del tipo Blade Runner o Star Wars hubiera parecido una mera distracción de niños sin imaginación como los nacidos en la década de los setenta y de la de los ochenta del siglo XX. La aplicación de la técnica más moderna para mejorar la vida de los ciudadanos era tal que los edificios cambiaban de forma y orientación en función de las oscilaciones del día, para protegerse de las inclemencias metereológicas, para prevenir catástrofes, para mejorar la exposición a la luz, para aprovechar mejor los recursos naturales, etc.



El plano del metro, que en realidad no era plano sino tridimensional (y de hecho, si pedías un mapa en cualquiera de las estaciones, lo que recibías era una holografía), parecía más bien una especie de panal de colores, con cientos de líneas de trenes voladores ascendiendo y descendiendo en diagonal, a veces a decenas de kilómetros de altura, y con columnas verticales por las que ancensores con forma de bala recorrían en breves segundos la gran distancia que separaba las partes superiores y la tierra.



Pero no todo era moderno en esta urbe. Y por supuesto había tradiciones japonesas que no se habían perdido, cosa demostrada por la omnipresencia de los baños públicos. Pequeñas habitaciones acristaladas que parecían flotar entre los rascacielos y que contaban con bañeras comunales de madera que hacían recordar el ambiente del Japón de épocas inmemoriales. Eso sí, unos nanorobots te desnudaban antes de entrar y desinfectaban tu cuerpo sin que notaras nada más que la ligera sensación de frescor que se produce cuando uno se aplica en el cuello un desodorante o un perfume.



Además, para evitar la vergüenza de exponer la propia desnudez delante de extraños, a menudo por la noche, en el interior de esos recintos las partes nobles aparecían automáticamente censuradas como en las películas X japonesas. Y finalmente, unas barreras invisibles que rodeaban a las personas impedían que se produjeran asaltos sexuales, agresiones o rozamientos indeseados.



Yo tenía la suerte de vivir en esta urbe maravillosa en calidad de profesor particular de castellano, y después de cientos de años de experiencia me había convertido en uno de los más famosos de la ciudad. Y había trabajo de sobra, pues el español estaba de moda gracias al auge de Latinoamérica con sus gobiernos nacionalistas de izquierda y a que Estados Unidos se había convertido en República Bolivariana. De hecho, después del chino, la de Cervantes era la segunda lengua más hablada del mundo, y había desplazado al inglés como lengua franca de comercio internacional y como la lengua más estudiada.



Muchos japoneses, de todas maneras, quizás por puro romanticismo, seguían prefiriendo tener un profesor español que hispanoamericano, aunque España hubiera desapareciendo ya definativamente como país. Pues ya hacía años desde que la Monarquía Bananera se había roto por culpa de la bi-dinastía de los Cleptócratas y de la estupidez de los españoles en general, quedando la zona norte en poder del FMI y de Alemania y el sur siendo ocupado por hordas de islamistas radicales salvajes. El Levante, a su vez, había sido vendido a precio de saldo a una productora taiwanesa de películas de Serie B, que lo utilizaba para rodar sus films de terror de bajo presupuesto en los parques temáticos abandonados de la Comunidad Valenciana.



El caso es que en esa época, uno de los cocineros más reputados de Tokio acababa de anunciar en sus círculos íntimos que había conseguido la receta definitiva, el plato insuperable, el guiso más sublime de la historia. Al parecer, después de años de investigaciones, había conseguido realzar hasta el paroxismo el ya de por sí sublime cochinillo tradicional español asado en horno de leña añadiéndole una salsa dulce que contenía higos frescos de la región, vino tinto francés y vinagre de Módena.



Los afortunados que lo habían probado hablaban auténticas maravillas de este nuevo manjar, que sólo con un bocado te hacía sentir un cosquilleo en el estómago como el que se siente cuando uno está enamorado. La combinación de la espesa y dulce salsa de higos con la jugosa y salada carne de cerdo de pocos meses alimentado sólo de leche de su madre producía un placer único superior a cualquier comida que hubiera existido anteriormente.



Para probar este cochinillo no había que ser especialmente rico, “sólo” tener la suerte de estar en el momento justo en el lugar adecuado. Pues no había un lugar fijo en el que se comercializara, sino que su inventor aparecía por la noche sin avisar, una vez a la semana, en un lugar diferente de Tokio, a veces un restaurante de renombre, otra vez un pub de barrio, o en ocasiones en auténticos antros de mala muerte de los suburbios más infames de la ciudad, y convencía a los responsables del establecimiento de que le dejaran preparar el plato en cuestión, que luego era repartido, casi siempre, a precio de costo o gratis, entre todos los comensales.



Se dice que los pocos afortunados que probaban el plato solían volver decenas de noches al mismo lugar para esperar a que el chef llegara de nuevo alguna vez a prepararles el mismo menú. Pero sus esperanzas eran siempre en vano, pues el chef tenía la costumbre de no cocinar nunca dos veces en el mismo sitio.



Yo tuve la suerte de ser invitado en una ocasión a degustar el preciado manjar. Pues uno de mis alumnos de castellano, un reputado hombre de negocios de Osaka, contaba entre sus amigos de la infancia al chef en cuestión. Y junto a dos amigos más, entre los que se encontraba el célebre personaje de ficción conocido como “El Último Samurai”, habían quedado para celebrar una comida privada en la que degustarían el alimento del que todo el mundo hablaba en un chalet de una vieja urbanización llena de pinadas que había en el centro de Tokio. Al parecer, tanto al chef como a mi alumno le hacían ilusión que un español acudiera a la cena y diera su opinión sobre esa innovadora forma de preparar el cochino.



En cuanto a“el Último Samurai”, se trataba de un título de carácter oficial otorgado por el gobierno nacional desde hace bastantes años, que elegía de entre una terna de candidatos al individuo japonés que más reflejara el espíritu de la pélicula de Tom Cruise, película, por otra parte, ya convertida en todo un clásico del cine plano. “El Último Samurai” de ese momento era un futbolista japonés, retirado hacía varios siglos, cuyo mérito era el de haber marcado un gol espectacular en un Mundial de Fútbol.



Todo presagiaba una experiencia sublime, pero esa noche cometí el error más lamentable de mi vida. Resulta que primero estuvimos tomando vinos en el chalet, mi alumno, “el Último Samurai”, sus amigos, el chef,  yo, mientras degustábamos algunas tapas que el chef iba improvisando. Como era una reunión informal, todo transcurría con cierta libertad y espontaneidad, cosa que hizo que la preparación del plato principal se prolongara más de lo previsto. Tal retraso no me hubiera molestado en condiciones normales, pero el caso es que yo tenía una clase privada ese día y tenía que comer rápido y desplazarme en seguida hasta el otro extremo de Tokio.



De todas maneras que, aunque un poco justo, el cochinillo acabó saliendo justo a tiempo, y contaba con casi quince minutos para zampármelo. Así que era cuestión de deglutirlo rápido, disculparme y salir pitando y así llegaría a tiempo para dar la clase sin perderme el manjar. El problema es que el chef, como tantos de los genios de entre los que hay en este mundo, era un tipo tremendamente despistado. Y justo al colocar la fuente con el apetitoso alimento se percató de que se había olvidado los platos en Osaka y tenía que ir a por ellos. Aunque la distancia entre Osaka y Tokyo era de unos pocos segundos desde que se había inaugurado el nuevo tren misil que enlazaba las principales ciudades de Japón casi como por arte de magia, había que considerar que el chef tardaría varios minutos en subir a su casa, reunir los platos y volver a la estación.



No me daba tiempo. ¿Qué podía hacer? Debía renunciar al guiso más espectacular del mundo, que probablemente no volvería a tener la ocasión de probar nunca, o llegar tarde a clase. Ahora que lo tenía humeando casi delante, y después de haber fantaseado tanto tiempo con ese momento, renunciar al cochinillo parecía una tarea harto difícil. Pero fallar a mi alumno también me resultaba doloroso. Desde hacía años me había generado una gran reputación como profesor privado, y no sólo era uno de los mejores sino también uno de los más serios y puntuales, no habiendo cancelado una clase en años.



En ese momento de gran duda intelectual, quizás bajo la influencia del vino, tomé precipitadamente una decisión que algunos calificarán cuanto menos de absurda, y que para mí fue sin duda fue la peor de mi vida.



Decidí que tomaría el cochinillo sin esperar a la vuelta del chef. Y, pese a que mi japonés era perfecto después de cientos de años viviendo en Japón, expliqué al Último Samurai, torpemente y de manera casi incomprensible, que no podía esperar, y que debía ingerir inmediatamente el cochinillo, aunque no sé si me entendió o no. Seguidamente, cogí su sombrero y lo forré utilizando un rollo de papel film que el chef había dejado sobre la mesa, mientras ofrecía (al Último Samurai) mis mejores reverencias con sincera humildad. En un principio, el hombre me miró con cierta sorpresa, pero pronto regresó a la animada conversación de borracho que mantenía con mi alumno sin hacerme caso. Yo interpreté su falta de interés como un gesto de aprobación hacia lo que pensaba hacer.



Así que me serví una ración del cochinillo maravilloso en el sombrero del Último Samurai que previamente había recubierto cuidadosamente de papel film para no mancharlo. Y procedí a deglutirlo sin levantar los ojos, por miedo a hallar un gesto de desaprobación en los otros dos comensales.



Cuando llegó el chef, yo ya había dado cuenta de mi parte del festín. Y aunque había comprobado que se trataba de un bocado sublime, lo mejor que había comido hasta entonces con diferencia, lo había consumido de manera tan precipitada que no había experimentado ninguna de las sensaciones casi orgásmicas de las que se suponía que el manjar provocaba a quienes lo probaban. Pero lo que sí me heló hasta el fondo, cuando levanté la vista de la mesa tras haber terminado la cena, provocando en mi corazón un dolor físico como si hubiera sido atravesado por una katana, fue la mueca de asco e incredulidad con la que me estaba miraban las tres personas presentes en esa habitación.



Supe que había incurrido en un terrible deshonor. Si el Samurai no se había inmutado al verme coger su sombrero, era porque estaba en mitad de una animada conversación, porque se encontraba alegremente borracho y también porque pensaría que mi gesto era una simple broma poco inspirada y que no me disponía a provocarle ninguna afrenta. Al fin y al cabo ¿a qué mente enferma se le podía haber ocurrido realizar un acto así, y más en presencia de gente de tan alta condición social? Y más grave todavía ¿Cómo podía haber llegado a considerar por un solo instante la idea de que el Último Samurai me iba a permitir usar su sombrero como plato?



Avergonzado, abandoné el chalet sin poder sino balbucear una excusa estúpida. Entonces, comenzó para mí un periodo de gran decadencia vital.



No me apetecía hacer nada, así que rimero suspendí las clases de aquella semana, luego las de todo el mes y finalmente perdí todo interés por mi propia vida. Estaba triste, cada vez más triste y no veía forma de salir de aquella situación.



Desde entonces, me dediqué exclusivamente a recorrer los antros de la noche tokiota, visitando noche tras noche antros de la peor índole en una espiral de decadencia que me llevó a degradarme hasta el punto de que en una ocasión, extremadamente borracho, llegué a agredir físicamente a mis propios amigos. Fue ese momento cuando me dí cuenta de cuán bajo había caído. Pero aunque decidí que mi vida debía cambiar desde ese entonces, espiritualmente me encontraba desolado y no tenía ni la más ligera idea de cómo hacerlo.



Durante largos atardeceres brumosos paseé por el duro invierno de Tokio. Visité todos sus lugares emblemáticos, como el mar artificial, de varios kilómetros de anchura y profundidad, junto a la orilla del cual está situado el misterioso Palacio Imperial.



Cerca del palacio, en paralelo al mar, existe una avenida que me sobrecogió. Una avenida con farolas elegantísimas y hermosas fuentes y estatuas de estilo barroco cuyo final (el de la avenida) se mezcla y confunde misteriosa y elegantemente con la propia superficie del océano. Por esa avenida circulan constantemente enormes lanchas motoras con ruedas de marca Rolls Royce con carrocería de oro o de plata. Tales lanchas emiten al circular un estruendo sórdido y macabro, un estruendo tan profundamente triste que parece haber sido diseñado para sumir en la más absoluta desesperación a quienes lo escuchan, para que así todo el mundo se aleje, evitando posibles accidentes y demostrando quién es el rey de la carretera.



Me alejé apesalumbrado de allí hacia al famoso templo de los Mil Budas de Oro, que se encuentra a su vez dentro de la puerta homónima que a su vez está dentro del templo que está dentro de la puerta de los Mil Budas de Oro. Se llegaba al lugar por una avenida sin asfaltar que atravesaba una pinada. Aunque la puerta en sí, hecha de madera de cedro japonés, era realmente preciosa, el misterio consistía en un mero truco de espejos que ni remotamente consiguió curar mi alma.



No había otro camino en mi vida que renunciar a ella, y por encima de todo anhelaba olvidar toda mi existencia. Pero el alcohol y las drogas sólo conseguirían el efecto contrario, hacerla más viva, más evidente y luego deformarla, presentándola de una manera aún más brutal. Así que una vez más, sin plan alguno, deambulé.



Caminé durante horas en línea recta, luego durante días, como intentando llegar al final de la urbe monstruosa que no se acaba nunca, como intentando salir de mí mismo. Pero al terminar la ciudad, se entraba inmediatamente en otra ciudad, y luego había otra. Parecía que no había manera de salir de Tokio. Así que seguí y seguí.



Al final llegué a un parque cuya superficie estaba ocupada por los cuerpos de cientos de vagabundos borrachos, enfermos o muertos apilados los unos sobre los otros. Esa imágen me provocó naúseas, y el olor era además extremadamente penetrante y fétido. Pero aún así intenté ayudarles, con tampoca suerte que acabé cayendo yo mismo y pasando a formar parte de la pila de pordioseros. Supe que por fin iba a olvidar pronto, mi destino no era ya otro que el de descomponerme allí.



En ese momento, me acordé del cuento de Borges titulado “El Inmortal”, cuento en el que el protagonista pasaba por una situación similar a aquella en la que me encontraba en ese momento. Eso me hizo pensar a su vez en el Hotel Lete, balneario que proporcionaba el olvido total a sus huéspedes.



Había visto el anuncio en el periódico. Al parecer, años atrás, los japoneses habían desarrollado la tecnología que permitía atrapar elementos de la mitología antigua y transladarlas a la vida real. Así que habían empezado a coger leyendas japonesas tradicionales, e incluso algunas griegas, egipcias, celtas, etc., y habían llenado con ellas no sólo museos, sino también infinidad de parques de atracciones, hoteles y pachinkos a lo largo de todo Japón. Entre esas leyendas y mitos se encontraba el río Leteo, cuyas aguas provocaban el olvido, situado, según la mitología griega, dentro del Hades.



Entonces sí había un lugar que pudiera hacerme olvidar mi propia condición mezquina. El mismo Lete. Así que debía encontrarlo. Con esa idea onseguí juntar las fuerzas necesarias para levantarme y emprender la busqueda del hotel.



Al investigar en internet me enteré de que éste se encontraba muy cerca del chalet donde yo había cometido la gran tontería. Sólo había que seguir la mal asfaltada calle en la que el chalé se encontraba hasta que tal calle se terminaba y se convertía en un mero sendero que se adentraba en la pinada. Unos accesos extraños, teniendo en cuenta que se trataba de un hotel de máxima teconología en Tokio del año 3050. Al final encontré el hotel, que desde fuera constaba únicamente de una puerta automática excavada en pleno monte entre la densa fronda.



Ingresé en el edifició hasta acceder al vestíbulo. Un vestíbulo de diseño moderno y con techos bajos, que en nada se distinguía del de cualquier otro hotel moderno excepto en la ausencia total de huéspedes o personal de servicio. Al final del vestíbulo había una especie de recepción no atendida por recepcionista alguno, y si se miraba a mano derecha se llegaba a un punto en donde el techo se acababa justo en donde una pequeña cascada regaba un profundo estanque de limpias aguas. Sobre el estanque, a unos tres metros de altura, estaba la terraza del primer piso del hotel, y desde ésta surgía un puente de madera que conectaba la propia terraza con el techo voladizo del vestíbulo. En un cartel escrito a mano, en japonés traducido a un inglés pésimo, se leía. “No utilizar el puente. Si una persona se sube a él, se rompe y la persona cae al estanque”.



Mientras me preguntaba qué objetivo tendría tan extraña muestra de arquitectura retorcida, vi que detrás de la cascada había una puerta, así que me dirigí hacia ese lugar. La puerta, que estaba abierta, conducía a una sala de exposiciones donde se encontraban miles de libros holográficos que presuntamente explicaban el funcionamiento y el sentido del hotel. Pero ningún libro estaba escrito en lengua que yo conociera. Había libros escritos en japonés, pero se trataba del japonés lleno de carácteres arcaicos y vocabulario casi críptico típico de los antiguos templos budistas. Había también libros en español escritos a mano por niños pequeños, otros no tenían sentido porque habían sido generados aleatoriamente a máquina siguiendo al pie de la letra normas gramaticales. También había libros que utilizaban el idioma tal como sería dentro de miles de años. Lo mismo pasaba con el inglés y con los otros idiomas, se trataba de dialectos raros o de variedades retorcidas imposibles de entender.



Toda religión se reduce al enigma –pensé- Y ello en Japón es más cierto que en ningún otro país-. El letrero junto al puente era en realidad una invitación a caminar por él escrita en estilo zen, o con la típica sutileza o hipocresía japonesa, o como se le quiera llamar.



Subí al primer piso por unas escaleras que se encontraban junto al estanque, y a continuación puse el pie en el puente de madera, que efectivamente, se rompió cuando apenas había dado unos pasos.



Entonces es cuando caí al agua, e inmediatamente lo olvidé todo y recordé instantáneamente el motivo que me había traído ha Japón hacía cientos de años.



Todo esta historia la leí un domingo en el que visité con mi mujer una exposición de libros holográficos en el Hotel del Leteo, en el único libro en castellano legible que hallé entre los cientos de miles que conformaban la exposición.