domingo, 22 de julio de 2007

EL METRO DE LONDRES

Varios gobiernos habían intentado colonizar la difícil región de Inglaterra llamada Londres. En 1728, más de 15.000 ciudadanos fueron enviados a la zona con la consigna de asentarse y de fundar una ciudad. Se levantaron algunos barrios de carácter administrativo y residencial, pero los colonos terminaron por abandonar el proyecto y marcharse, espantados por las adversas condiciones del clima y del terreno, en particular por el doliente viento y por la inexistente alternancia entre día y noche, pues la luz del sol aparecía por estos parajes sólo un día al año. Las sucesivas administraciones optaron desde entonces por una política de incentivos que tampoco dio resultados. En 1827 se proyectó una ciudad que contenía todas las comodidades conocidas en esa época: los sobrecostes y las dificultades del sitio acabaron con ella sólo unos meses después del comienzo de las obras. Así que a finales del siglo XIX la zona seguía siendo una de las menos habitadas de Europa, con una densidad inferior a la de las regiones árticas de Rusia y de Escandinavia, y sólo ocupada por algunas tribus de nativos, que vivían en los altiplanos y se dedicaban al pastoreo.

En 1897, un tal Richard Adams, parlamentario de la Cámara de los Lores -que por entonces estaba emplazada en Edimburgo-, sorprendió con una propuesta que consistía simplemente en dotar a la zona de un extenso sistema de ferrocarriles suburbanos. Según Adams, la mera existencia de una vasta red de metro, conectada mediante trenes convencionales en superficie con las principales ciudades inglesas, atraería espontáneamente un gran número de iniciativas de carácter privado, con la consiguiente afluencia de capitales y de mano de obra. Esta idea sonaba entonces tan estrafalaria como ahora, pero debido a la ausencia de cualquier otra fue aceptada por el Parlamento británico, y lo que es más sorprendente, tuvo un éxito inmediato. Diez años después de su fundación, vivían en la nueva ciudad de Londres más de dos millones de personas, el ochenta por ciento de los cuales habitaba en los barrios subterráneos que habían ido surgiendo alrededor y encima de las estaciones y de las paradas. Estos barrios subterráneos, algunos con una profundidad de varios centenares de metros, desbordaron el perímetro inicial de la zona, y ya en los años 70 ocupaban toda la superficie comprendida entre Enfield y Croydon, en dirección norte-sur, y entre Havering y Hillington, en dirección este-oeste. En cuanto a las construcciones situadas al aire libre, éstas se asentaban en los valles, quedando por edificar las grandes montañas que hay diseminadas por toda la ciudad.

El centro político y financiero de Londres lo forman tres distritos ubicados en la superficie: Westminster, Covent Garden y el Soho, en medio de los cuales se halla la famosa montaña que los londinenses conocen como Hyde Park, de la cual hablaremos más adelante. En toda esta zona predominan las amplias avenidas y los edificios de carácter administrativo y comercial, algunos de ellos tan conocidos como el palacio de Buckinham, el nuevo parlamento o la abadía de Westminster, que fueron construidos a mitad del siglo XX, recreando los estilos más representativos de la arquitectura británica antigua. El 24 de Junio, única jornada del año en la que se hace de día en la ciudad, se celebran en estas calles los populares desfiles monárquicos, a los que asisten casas reales de todo el mundo. Esta tradición tan arraigada entre los ciudadanos se suele completar con una excursión familiar a la montaña de Hyde Park, en cuyas laderas medias y altas habitan todavía algunas tribus de aborígenes. Excepto los senderistas más expertos y algún que otro antropólogo, los londinenses no acostumbran a llegar hasta sus poblados y se conforman con remontar las primeras laderas, lo cual resulta un alivio para los nativos, poco amigos de mezclarse con el "hombre civilizado".

Pero al margen de todas estas curiosidades, lo más destacable de Londres es sin duda la parte construida en el subsuelo. Esta auténtica megalópolis subterránea, en la que habitan más de diez millones de personas, contiene todos los contrastes de las grandes ciudades modernas, algunos de ellos acrecentados por la peculiar disposición geográfica. Por lo general los barrios son mejores en la medida en que se ubican en las zonas céntricas, a pocos metros de la superficie y cerca de las paradas de metro. En sus lujosas galerías florecen los comercios más distinguidos, así como los almacenes más selectos. Hay en ellos enormes jardines, bulevares, zonas residenciales de alto standing. Están bien comunicadas por líneas de metro y por calles y avenidas subterráneas. Pero a medida que se desciende el subsuelo, las galerías se van haciendo más tortuosas, las comunicaciones más precarias y el urbanismo caótico y asfixiante. Algunos de los barrios profundos son auténticos arrabales sin ley, donde las fuerzas del orden apenas se atreven a entrar, y donde los ciudadanos -algunos de los cuales nunca han salido a la superficie-, viven en condiciones precarias, hacinados en habitáculos excavados a decenas de kilómetros de profundidad, los famosos "hellcrapers".

La parte más hermosa del subsuelo londinense se halla junto al considerado como centro histórico de la ciudad subterránea. Se trata de una larga galería cuyo piso está cubierto de una moqueta, que atraviesa consecutivamente y por el centro una concatenación de unos cuarenta millares de salas cine, dejando a su izquierda la pantalla y las localidades más cercanas a ella, y a su derecha las butacas más elevadas, que están rodeadas, en todas las salas, por un corto y estrecho pasillo con paredes de papel. Estos pasillos están flanqueados por dos hileras de eucaliptos, y detrás de uno de ellos hay un frondoso bosque. La película que se proyecta en las cuarenta mil salas muestra una nube de humo rosa en continuo fluir, una nube de humo luminoso en movimiento eterno, igual y diferente a sí misma, en medio del universo, una nube mágica de color rosa que sumerge en el éxtasis a los espectadores del film, levantándolos hacia el espacio vasto de una nebulosa, oscura y densamente encendida, que no es de este mundo pero está en todos los universos.

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