martes, 4 de septiembre de 2007

KABUL CITY

En el momento de ser bombardeada por las fuerzas de la ONU, Kabul contaba con una población de unos 20.000 habitantes, que vivían principalmente de la agricultura y del turismo. El centro de la ciudad lo formaban cuatro o cinco callejuelas empedradas, con edificios europeos del siglo XIX, farolas a la antigua, tiendas de antigüedades, maceteros repletos de flores. Junto a la plaza principal, que albergaba terrazas de moda y estaba situada en un pequeño altozano, se hallaba en construcción un edificio neobarroco de cinco plantas. Este edificio estaba destinado a albergar una sucursal de los famosos almacenes londinenses de la casa Harrold´s.

El otro edificio emblemático era el de la residencia del gobernador, cuya terraza hacía las veces de estación de tren. El edificio estaba encaramado a una montaña, y el gobernador salía a recibir a los turistas en persona, haciéndoles sentar después en la propia terraza, donde su mujer les ofrecía un té preparado a la manera afgana. La estación se hallaba a dos pasos del centro, que era la única zona de la ciudad que no estaba cubierta de césped, sino de un adoquinado muy romántico. Las vías discurrían por un largo puente, paralelas al caudaloso río.

Por recomendación del propio gobernador, alquilamos una residencia de tres pisos, a muy buen precio, cerca de la plaza principal. Ocupaba un estrecho edificio del siglo XIX, carente de ascensor y de cualquier otro lujo. Aún así nos gustó bastante, pues era limpio y ordenado, y además contaba con excelentes vistas. Estuve un largo rato asomado a una de la ventanas. En la calle el ambiente era bueno, guiris pirulando por doquier sin camiseta, chicas en minifalda, mujaidines sonrientes que saludaban a las damas.

En el tercer piso, aparte de una habitación vacía, había una pequeña terraza por la que corría aire muy fresco, y desde la misma se dominaba gran parte de la ciudad. Me percaté que una de las esquinas de esa formidable terraza, apuntando sin disimulo hacia el interior de nuestra casa, estaba apostado un francotirador. Me comentó que estaba allí para velar por nuestra seguridad, en previsión de un ataque, cosa que hizo que me inquietara. Era consciente de que el atentado en las torres gemelas iba a precipitar la guerra en Afganistán. Había calculado que nos encontráramos en el 98 o en el 99, en cuyo caso podíamos estar tranquilos. Pero quizás me había equivocado. Pregunté a los míos en qué año nos hallábamos, pero ninguno supo contestarme.

Bajé a la calle a enterarme. Algo me decía que no desestimara la posibilidad de que nos halláramos en Septiembre de 2001, con las consecuencias terribles que ello conllevaba.

Eché un vistazo al edificio de Harrold´s. La fachada estaba prácticamente terminada, a falta sólo de ser pintada. Sabía por los telediarios que el edificio iba a ser destruido durante la invasión, pocos días antes de la fecha en que se debía inaugurar. Ello quería decir que la contienda estaba muy cerca. Me eché a temblar.

Examiné visualmente la plaza, buscando con nervioso afán algún dato, algún nuevo elemento que me sacara de mi oscura certidumbre. En los puestos de mercado, los comerciantes regateaban amigablemente con los turistas. Un grupo de jóvenes afganas en vaqueros, sentadas en un banco, degustaba helados y sonreía a unos ingleses, unos adolescentes locales les tiraban los trastos.

Un mujaidin barbudo y cojo, en bermudas, con un muñón en la rodilla derecha, contemplaba el espectáculo con una mueca de asco. Tenía los dientes amarillos y muy separados, y una mirada brillante, llena de odio, que anunciaba la inminente contienda